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Homenaje a Efraín González Luna Morfín a cinco años de su muerte.




Casa ITESO Clavigero

 

Es oportuno publicar las intervenciones de Pedro Pallares Yabur y María Guadalupe Morfín Otero en el homenaje al maestro Efraín González Luna Morfín (mejor conocido como Don Efra), organizado por el ITESO en octubre de 2017 en el recinto que fuera su casa habitación ahora denominada Casa Iteso-Clavigero. Es un merecidísimo homenaje a un verdadero sabio en el sentido aristotélico. Decía el estagirita: en definitiva, lo que distingue al sabio del ignorante es el poder enseñar (Met. 981b5). Don Efra fue maestro –en toda la extensión de la palabra- de muchas generaciones en la Universidad Panamericana de Guadalajara y en otras universidades, en donde impartió cátedra y ejemplo de vida. La cercanía con el homenajeado de quienes escriben los textos (Pedro Pallares Yabur, profesor adjunto en la cátedra de Don Efra y Lupita Morfín, prima y beneficiaria de los consejos del maestro) nos permiten contemplar la personalidad de Don Efra, su sencillez característica y sobre todo su impresionante sabiduría reflejada en una austeridad socrática. Sabio es, parafraseando a Seneca el que consigue bastarse a sí mismo, el que encuentra valor en lo que hace sin pensar en resultados ni consecuencias. (Seneca, De beneficiis). Don Efra compartió su conocimiento y su ejemplo sin esperar nada a cambio.

 

PEDRO PALLARES YABUR1

 

Tucídides recoge un discurso fúnebre en el que Pericles honra a los muertos durante el primer año de la guerra entre Esparta y Atenas. Era el invierno del 431 a.C. En su argumento, el famoso stratego plantea a sus oyentes unas palabras que algo más que desconcertantes para un homenaje fúnebre:

 

Esta es la razón por la que ahora no me voy a dirigir a los padres de estos hombres con lamentaciones de compasión, sino con palabras de consuelo… Es preciso ser fuertes, siquiera por la esperanza de tener otros hijos [quienes] serán un motivo para olvidar a los que ya no están con nosotros, y la ciudad saldrá beneficiada por dos razones: no perderá población y ganará en seguridad.

 

¿No es un poco raro honrar a los difuntos pidiendo a los padres que con la fama de los nuevos hijos sepulte la pena precisamente de aquellos a quienes se llora en ese funeral? En la mentalidad de Pericles, los homenajes y honores eran la moneda de cambio con la que una comunidad –en su caso Atenas- no sólo pagaba y reconocía a quienes la hacía grande, sino también la zanahoria colocada frente a los vivos para que aceptaran las penas por las que necesariamente se pasa cuando se hace vida un valor.

Este año he discutido con mis alumnos este pasaje, y cuando recibí la invitación para participar en este homenaje, tuve que cazar al fantasma de Tucídides que me preguntaba: ¿qué moneda de cambio tienes para ofrecer a Don Efraín? ¿Qué valen tus palabras, tu testimonio y tu recuerdo? ¿Quién eres como para honrar a Don Efra con justicia? Atenas era grande y podía compartir su importancia entre sus ciudadanos. ¿Pero yo? ¿Para honrar a Don Efra?

Conocí a Don Efra cuando estaba en tercero de secundaria. Sí. A mis 15 años. Lo llevó Manuel Clouthier a Culiacán a una conferencia sobre la vida política; y a mí me llevó mi papá. A esa edad, con que puedas seguir al menos dos ideas conectadas, te parece que el conferencista es un genio. Y con Don Efra pude seguir al menos tres ideas sobre solidaridad, subsidiaridad y compromiso social. ¡Todavía me acuerdo!

Después me encontré con él en la Licenciatura. Me gustaba la filosofía del Derecho y tuve la suerte de tomar cuatro cursos con él. En su momento le pedí que me asesorara la tesis en la que pretendía aplicar sus ideas sobre lo justo objetivo como analizado principal del derecho a la teoría de los derechos humanos. -quien fue su alumno recordará el ejemplo de los distintos significados de gato-. Recuerdo que casi todas las correcciones que me hizo fueron anotaciones al margen del borrador en el que decía: quizá, no siempre, a veces no, en ocasiones funciona su contrario, se puede matizar, no del todo, o expresiones semejantes. Desde entonces, esas pequeñas notas al margen, han marcado la forma en que trato las conclusiones a las que llego en mis trabajos: no te creas lo primero que se te ocurre, parecería decirme.

Cuando me titulé, en la UP me invitaron a ser adjunto de Don Efraín en filosofía del derecho. Y sí, tuve que pagar el peaje y cometer todas las impericias de un profesor joven: pensaba que era más valía pasarme por duro que ser recordado por barco. Los alumnos lo sabían, así que iban con Don Efraín para obtener misericordia y en general la conseguían.

Una vez, el problema estaba más del lado de la justicia que de la misericordia, y Don Efra me sugirió ser compasivo con el alumno: «Recuerde que al final de la vida nos tratarán del mismo modo como nosotros tratamos a los demás», me dijo. [Más adelante volveré sobre esta máxima en su vida]. En esa ocasión me armé de valor y le contesté: «de acuerdo, también rendiremos cuentas del tipo de alumnos que lográbamos formar: exigentes consigo mismos, y justos aunque aquello nos trajera aparente perjuicios». Don Efraín me dio ahí otra lección: «Está bien, tienes razón». Desde entonces defendió mi sitio como profesor, y no solo como un procesador de faltas y calificaciones. Se lo agradezco mucho. Un profesor joven no se da cuenta de lo poco que sabe y de lo que importa su credibilidad a pesar de su novatez. Don Efra me validó como alguien creíble para los alumnos.

Tanto que en una ocasión, estábamos por comenzar su clase, un par de alumnos discutían por una butaca. Les pedí que se colocaran para la clase y uno insultó al otro para ganar el sitio. Don Efra suspendió la clase y sin decir más se fue. Una alumna salió tras nosotros con un argumento más o menos así: «Don Efraín, no es justo. No se vale que por unos pocos que se portan mal, los muchos que sí queremos clase nos veamos afectados.» Don Efra le contestó -reconstruyo la idea, no las palabras textuales-: «Tiene usted razón. Pero si los muchos y buenos alumnos, no son tan buenos ni buenos como para marcar el tono de la clase; si no logran superar el mal ambiente de los pocos malos alumnos... entonces no son tan buenos alumnos... ni tampoco merecen mi clase». Y siguió su camino.

Cuando murió, yo vivía en el extranjero mientras avanzaba en mi doctorado en filosofía del Derecho. Ese día, escribí tres post en mi blog sobre Don Efra como jurista, como educador y como humanista. Y busqué fotografías que hubiera tenido junto a él para acompañarlos. Primero, encontré una que se tomó con el Dr. Rodrigo Soto, los dos viendo a la cámara y sonriendo. Me dio envidia. De la mala. Yo no tenía una así que me recordara todas las veces que nos reímos juntos. No. No logré sacar una foto así.

Luego di con una que se había tomado junto a la Maestra Elvira Villalobos. Me dio coraje, porque no podía pelearme contra Elvira: ¿quién puede sentirse ofendido por Elvira junto a Don Efraín? En ella, los dos aparecían en un salón de clase y se dirigían a los alumnos con la seriedad del maestro que sabe qué preguntas sembrará en el corazón de sus estudiantes. Yo no tenía una foto con la que recordara, esa estrecha convivencia en mis primeros años de vida académica.

La única foto en la que salimos don Efraín y yo, me supo a poco. Además porque la encontré ya que volví a México, casi seis meses después de su muerte. Este evento me hizo pensar de nuevo las ideas y experiencias de las que había sido testigo en Don Efraín, pero cinco años después. Y este es el único honor que puedo ofrecer a Don Efraín: dar testimonio de lo que vi mientras convivía con él, y cómo esas semillas han ido madurando incluso después de su muerte.

Etienne Gilson escribió un ensayo que tituló Historia de la Filosofía y de la Educación Filosófica. Ahí dice que «Cuando una persona nos pide que describamos un país, la mejor respuesta es enseñarle un mapa. No es la mejor respuesta definitiva, pero sí la mejor como primera respuesta». Ese mapa funciona como guía para quienes somos principiantes darnos un norte y comunicarnos cómo transitar lo mejor posible por ahí. Uno de los méritos de Don Efra fue ofrecernos no todo lo que sabía, sino las líneas generales más importantes, probadas por su experiencia de vida, de lo significa construir diariamente un orden social que respete la libertad y la igualdad de las personas, y además esté «fundado en la verdad, edificado por la justicia y vivificado por el amor» (Gaudium et Spes, n. 26).

Fundado en la verdad. No era difícil percibir ese empeño en Don Efraín de conocer la verdad y justificar racionalmente cualquier contenido. Esta era una de las ideas centrales de ese mapa que nos dejó: el respeto a la realidad, la búsqueda de la verdad, descubrirla y configurar la vida conforme a ella. Al preparar este homenaje preferí omitir la estructura formal con la Don Efraín explicaba estos horizontes. La foto que encontré, la única foto que tenemos juntos, me pedía que reflexionara algo que él vivía, pero nunca se lo escuché formulado de esta manera. Espero ser honesto con él, e intuyo que estará de acuerdo con este recuento del tipo «lo que Don Efra nos quiso decir es…».

Para Don Efraín, el problema de la verdad no era solamente conocer una serie de argumentos, dominar unos sistemas filosóficos y justificar coherentemente unas afirmaciones. Eso es mucho, pero poco. Su erudición no consistía solo en la cantidad de conocimiento, -que lo tenía-, era la honradez intelectual que reflejaba una decisión personal de aplicar las exigencias de su conciencia moral a su vida intelectual.

Es decir, lo que se sostiene como verdad, su modo de conocerse y las consecuencias de ella para la conducta, nacen de una forma de pensar, de ver el mundo y de vivir la vida cotidiana. Ahí se integra el sistema filosófico, el método de pensamiento, con el estilo de vida. La filosofía de don Efra no era tanto, o más bien, no solo un modo de saber; ni únicamente una técnica para pensar con orden. Se trataba de una forma de vivir del que brotaba una necesidad fundamental: la búsqueda de la sabiduría encarnada como un asunto personal.

De modo que, don Efra cuando pensaba, reflejaba su carácter vital: las verdades que encontraba y la justicia que percibía, se transformaban en una forma de existir. No lo digo con deseo de adular, simplemente testifico lo que vi. Sus alumnos aprendíamos no una serie de ideas, sino más bien la forma de comportarse de la que se sigue una forma de pensar; y una manera de pensar que dispone a conocer la verdad y a comprometerse por ella.

El riesgo de un estilo de vida así -repito, el que conecta sistema filosófico con el modo de conocer esas ideas y con la forma vivir cotidianamente- es en el que muy pronto aparecen preguntas radicales: ¿Cómo sé que lo que sé es lo que vale la pena saber? ¿El sistema moral que defiendo, realmente vale la pena? ¿Saldrá en mi defensa cuando deba quemar honor, dinero y tiempo por conformar mi vida a esas verdades? Como es sabido, en la vida de Don Efra se jugó prestigio, bienes, tranquilidad, por ser coherente con una serie de ideas.

En este contexto, lo que se juega no es sólo la coherencia interna de un sistema filosófico o la tranquilidad de conciencia del que vive conforme a lo que opina. Aquí hay algo más. ¿Me la puedo jugar por eso que creo? ¿Estas verdades que sostengo, valen tanto la pena tanto como para meterme en problemas? ¿Cómo sé que esas verdades no me fallarán cuando por fiarme de ellas me toque perder? ¿Y si arriesgo paz, dinero, tranquilidad por eso que creo, no me dejará abandonado? Aquí el problema de la verdad ya está en otro plano: no sólo debe ser una verdad real, coherente, racional, justa y bella. También debe protegerme cuando por ella pierda dinero, tiempo, amistades, me genere la cárcel o incluso si ella me pide la vida.

Anécdota: «En el PAN ya no creen en los valores fundacionales», le dijo RGL. Respuesta de EGLM: «Es lógico. Antes estábamos ahí porque la verdad de esos valores era lo único que teníamos. Ahora que ya es un camino eficaz para el poder, llegan personas a las que no les convencen esas ideas o no las conocen. Ahora bien, si tú sabes que tienes una habilidad, te das cuenta de una necesidad concreta; y si esa cualidad y esa carencia se relacionan; si por último te das cuenta de ese vínculo… entonces debes el deber moral de involucrarte».

Anécdota: Último curso que dio en la UP -o el penúltimo-. Hacía tiempo que enseñaba desde el escritorio. Sentado. De pronto se pone de pie y sale del salón. «Tengo una llamada». Llegó a los 10 minutos. Movía las manos de modo que se las secaba. Pienso que más bien se fue al baño. Le ganó la edad. Volvió a dar la clase pero ya no sentado. En un gesto de violencia contra su vejez, habló el resto de la sesión de pie, con una fuerza y vehemencia que no parecía tener. Me dio la impresión de que su carácter lo removía: «No dejaré que me venza la vejez».

Así pues, ¿cómo era la verdad en la que creía Don Efra? Una anécdota que no tiene que ver con él pero sí con la dinámica de la que fui testigo. Cuando un adolescente le dicen «actúa normal, ahí viene la que te gusta», quizá pierda la voz y se ponga nervioso. Despierta en él, la conciencia de esa mirada, la verdad principal es saberse visto realmente por quien puede quererlo. Y por ella cambia de conducta, modifica mi horario, sacrifica dinero y cualquier cosa. Solo por ser coherente y fiel a esa mirada. Como sabe que esa mirada es real, entonces puede fiarse de ese amor. Es la lógica del amor vinculado a la verdad: «es real que me ve, que me ama gratuitamente».

Con estas ideas en la mesa, ya puedo volver a la única foto que tengo con Don Efra. Él sabía que la verdad no es sólo poseer datos en la cabeza, sino principalmente haber visto una luz para interpretar su vida. Y esa luz se la otorga una mirada que lo contempla con un amor incondicional.

La única foto que tengo con don Efra es el único testimonio con el que puedo honrarlo. Quizá el definitivo. Cuando murió Juan Pablo II, en la Universidad se celebró una Misa de funeral en su honor. Coincidimos en ella, y en un momento, los dos, sentados uno al lado del otro, viendo en la misma dirección, guardamos silencio: intentábamos -al menos yo- dirigirme a esa mirada, imitar el testimonio de fe de Don Efra, que se comportaba con la seguridad de haber sido visto.

De esa foto, me llama la atención la intensidad del silencio de Don Efraín. Lo más relevante de esa verdad no es comprenderse como la posesión de una idea, ni como un sistema coherente de afirmaciones justificadas ante la razón. Se trata más bien de la verdad, de la realidad, de la consistencia de esa relación con quien sabemos nos ama, infinita e incondicionalmente: «mi vida sucede ante sus ojos, incluso más allá de la muerte». Y esa fotografía me ayuda a honrar y a recordar a Don Efra.

Edith Stein, una filósofa experta en empatía, discípula de Husserl, nació judía, luego fue atea y hacia el final de su vida se convirtió al cristianismo. Ella recuerda cómo le llamó la atención que en los funerales que conocía hasta entonces, se exaltaba las cualidades del difunto. Su tiempo propio era el pasado: «vivió de tal manera, era buena gente, ¡qué buen recuerdo nos llevamos de él!». En cambio, en el primer funeral cristiano al que asistió le sorprendió que su tiempo propio era el futuro: «nos veremos de nuevo, guárdame sitio que pronto me encontraré de vuelta contigo, nos hallaremos en el corazón de quien no te dejará morir porque Él es la verdad misma, la consistencia del ser pleno».

En la foto, ambos nos orientamos -sin querer- hacia la mayor verdad que se puede conocer, a la mayor justicia por la que podemos luchar: Una persona que nos ve y ante quien sucede nuestra vida. Un amante que nos dice: «he aquí que te seduciré, te llevaré al desierto y te hablaré al corazón» (Oseas 2,14).

Así que, Don Efra, mi homenaje no es tanto dar honor, como pensaba Pericles. No tengo tanta fama como para que eso valga la pena. Mi homenaje es recordar sus ideas, su vida, y redoblar la esperanza en que en un futuro, nos daremos el abrazo con el que no lo pude despedir. Nos veremos de nuevo, guárdeme un sitio que nos encontraremos de vuelta.

 

MARÍA GUADALUPE MORFÍN OTERO2

 

Mi querida Monique y sobrinos y sobrinas; querida prima Amparo; muy estimado padre Rector del ITESO, José Morales Orozco, SJ; estimadas amigas y amigos que nos acompañan.

Me da mucho gusto ser parte de este ejercicio de gratitud organizado por el ITESO, que no otra cosa debe ser un homenaje. Agradezco la invitación a estar en esta mesa y me imagino que compartiremos visiones diferentes de una misma persona, lecturas personales, académicas unas, con más peso político otras. La mía será a partir de estampas de una memoria familiar que quizá ayuden a acercarnos a ese Efraín González Morfín que tanto quise.

Para ello me ayudaré en parte de la arquitectura, de la gastronomía y del turismo de vacaciones o de trabajo, y para finalizar, me detendré en un inédito ejercicio de valentía.

Comienzo por la arquitectura:

En esta casa, cerca de la zona de baños de hombres o mujeres, estaban unas despensas donde mi tía Amparo guardaba los costales de lo que Isabel Castiello de Aranguren y ella repartían a familias en situación de necesidad. Pues bien, en una de esas despensas el niño Efraín fue encerrado como castigo de tan travieso que era, y desde una de sus ventanas altas se dejó caer justo cuando pasaba por debajo una cocinera llamada Reina, a la que casi mata de un susto. Bien calculado el movimiento, el fugado se aseguró de caer en blandito.

Sigo por las alturas de la casa. Arriba de la biblioteca, pasando por la hermosa terraza trazada por Luis Barragán, hay una cúpula. Pues bien, hasta ahí trepó nuestro homenajeado, en otra ocasión, cuando iba a ser disciplinado por su padre, al que llamábamos Efraín el grande. El chico, que entonces tendría menos de diez años, no aceptó bajarse si no le reducían el castigo. Y aferrado a un mástil o a sus uñas, hizo su negociación con ese tremendo figurón que fue González Luna, mientras seguramente su madre, acudía desde la capilla al rosario para que se serenaran los ánimos y el chamaco no se cayera.

Sirvan estas dos anécdotas para mostrar la intensidad de aquel niño.

Sigo con algunas estampas de gastronomía:

Mis primos hermanos que vivían aquí eran algo mayorcitos que yo, puesto que eran hijos de Amparo, la segunda de veintiún hermanos, mientras que yo era hija de Carlos, el más chico de los veintiuno. Efraín y sus hermanos (Adalberto, Javier, Nacho, Luis y Manuel) iban de repente a pasar el día y quizás la noche con sus abuelos, que eran también los míos: Alfredo Morfín y Merceditas González. Todos ellos bautizaron la casa de los abuelos donde veían casi como primos hermanos a sus tíos menores, como “La Casa de la Libertad”. No era infrecuente que a poco tiempo de regresar a su casa después de esas estancias, llamara mi tía Amparo a su mamá, Merceditas, para reclamarle que los niños habían llegado literalmente “vomitando”. La abuelita extendía el reclamo al abuelo Alfredo quien se los había llevado al mercado Corona a probar cuanto antojo y tragadera hubiera de apetecible, pero la sentencia del abuelo ante la queja era unánime: “Señal de que comieron bien”. Y no se hablaba más del asunto. Nunca supe si a las niñas Margarita y Amparo también las dejaban quedarse a esos ejercicios de gusguería con los abuelos, y me imagino que no, pues siempre fueron muy esbeltas.

Muchos años después, cuando Efraín, que vivía en la ciudad de México, iba a pasar con Monique y sus hijos vacaciones de verano a la casa de El Chante, mi papá comenzó a rentar una casa cercana los meses de julio para coincidir, y en las cenas que organizaba mi mamá era posible ver a un Efraín desternillado de risa recordando una por una, anécdotas de los tíos enfundados en camisones decimonónicos y trepados en la azotea de la casa con botellas de tequila listos para atrapar al ánima. O llegando a dormir a media noche con doce guajolotes ganados en la lotería del Santuario, como le pasó al tío Guillermo, o llevando a pasar la noche a amigos que eran tan altos y gordos, que la abuela Mercedes pensó que esta vez le habían llevado a una vaca, como le sucedió al tío Ponchoato con uno de sus invitados, que fue despertado a cubetazos por la abuela, pensando que tenía ya un inicio de corral en casa. Nunca oí en esas sobremesas sino el gozo de la palabra, de la memoria y las risas de los comensales. Acudían por supuesto los invitados de cada vacación por Efraín y Monique, y así conocimos a los Boelsterly, a Pancho Pedraza, a Rafael Landerreche, a Elenita Fuentes de Gómez Morfín, a Mayita Prida de Yarza. Y a veces iba también su hermano menor, el entrañable y extrañado jesuita Manuel González Morfín.

Eran los momentos en que Efraín se desconectaba, como niño que revivía en esa Casa de la Libertad de su memoria, de eso otro cotidiano que vivía como consecuencia de sus opciones políticas y de su quehacer jurídico.

Hemos entrado al tema del turismo de vacaciones. Lo menos que hubiera querido un Director del Departamento de Derecho de la Ibero en sus días de descanso en El Chante, hubiera sido atender preguntas de una escuincla llena de dudas sobre el país, la democracia, el derecho, la justicia. Esa imberbe era yo. Algunas mañanas le pedía audiencia e interrumpía sus lecturas en el estudio diseñado por Nacho Díaz Morales con vista a la laguna, y me recibía como si no tuviera otra cosa mejor que hacer. Solo ahora de grande me doy cuenta de mi imprudencia con sus ratos libres que eran escasos y de su generosidad absoluta como maestro, como primo grande.

Hay una anécdota de turismo de trabajo. Cuando los jesuitas decidieron cerrar el colegio Patria en el entonces DF, mandaron a Roma a dos padres de familia a un viaje brevísimo, a hablar con Arrupe, el padre General de la Compañía de Jesús. Uno iba a favor de la decisión de los jesuitas, y otro en contra. Efraín iba a favor. No bien llegó, Luis su hermano, que estudiaba su doctorado en teología moral en la Gregoriana, me invitó a sonsacarlo por Plaza Navonna a comer y a unos helados –tartufos– maravillosos. Yo viví un año allá estudiando cursos de teología también en la Gregoriana y Luis y yo teníamos bien identificada la ruta de cafecitos y heladerías cerca del centro de la ciudad. Me encantó la idea de pasar ese rato con mis dos primos. Luis se tuvo que retirar a clases pronto y Efraín me pidió que lo llevara a algo que estaba absolutamente comprometido a hacer: comprarle un abrigo italiano a Monique. Lo llevé a la misma tienda donde mis papás al dejarme en Roma me llevaron a comprar un abrigo gabardina bien pertrechado para el frío europeo. Pero me conmovió esa prioridad de Efraín antes que visitar museos o iglesias, ver plazas, librerías, basílicas o monumentos: llevarle un buen regalo a su esposa.

En los homenajes a los hombres famosos no suele hablarse de sus compañeras de vida. Puedo decir que Efraín no hubiera cumplido con su vocación múltiple de humanista, de formador de abogadas y abogados, de precursor de los derechos humanos en México, de extraordinario educador, si no hubiera tenido a una mujer como Monique a su lado. Y eso tiene que ver con un acto que le requirió enorme honradez y valentía. En Viena, muy poco antes de su ordenación, habiendo concluido sus estudios de formación jesuítica, se dio cuenta de que la vida sacerdotal no era para él y tuvo la claridad de reconocerlo y el valor de asumirlo. Tremendo valor, sobre todo teniendo una mamá como mi tía Amparo que todos los días pedía en todas sus misas y rosarios, que fueron muchos, por la santa perseverancia sacerdotal, pero yo creo que lo decía más por Luis, buen conocedor de cine italiano y gran admirador de Sofía Loren, que por Adalberto o por Manuel.

Monique era y es el lado práctico de la familia. Capaz de organizar una sabrosísima cena en instantes, y de a diario tener un menú cambiante, y una casa acogedora, y de entender tanto de tantas cosas, heredó de su papá don René Marseille la sabiduría de la buena mesa. Incluso en los años en que la casa era frecuentada por funcionarios de la Secretaría de Educación, cuando Efraín se encargó de dicha cartera en el gabinete de Alberto Cárdenas en Jalisco, era siempre amable y hospitalaria todas las tardes, y le dejaba a Efraín su espacio de libertad para sus visitas, con botana o café incluidos. Años atrás, en la última casa en que vivieron en México, ella cargaba por las tardes con enormes termos de café y paquetes de cigarros para llevar, junto con Lupita Gutiérrez Lascuráin, su gran amiga, a los hijos de ambas a jugar no sé si futbol americano o béisbol a estadios vecinos.

De Efraín como papá sus hijos y Vero saben mucho mejor que yo cómo fue con cada uno, saben cómo cada uno tuvo un lugar entero en ese corazón grandote. Y sus nietos y nietas lo tendrán muy presente como el abuelo cariñoso que fue. Recuerdo su infinita paciencia en la casa de Presa Oviachic en México con Santi su hijo menor sentado en sus piernas, apenas dejando de ser un bebé, pero ya capaz de echarse un interrogatorio larguísimo de preguntas que Efraín iba contestando con paciencia magisterial, pero sobre todo con amor paterno, una por una.

Estuve en todos sus discursos de la campaña presidencial en 1970 en Guadalajara y en el de Ocotlán también y en numerosas conferencias luego, y eso me marcó, como me marcó que en una cena en su casa se levantara para enseñarme un cuaderno donde había apuntado una frase: “La vida me ha dotado de una ardua característica: ser profundamente solidario con el dolor humano.”

Efraín fue para mí la cercanía, el gozo de verlo reír con mi papá y de ver a mi papá feliz en su compañía. Con esa capacidad del buen humor celebratorio que es capaz de rescatarnos de los tormentos que vive la patria que no es ni ordenada ni generosa pese al empeño de tantos por empatar la ética con la política.

Efraín se la jugaba en el riesgo de perder un trabajo por sus convicciones, y en el de buscar un trabajo que quizá no fuese el ideal para alguien de su estatura, para atender sus responsabilidades. Se la jugó en 1965 al redactar, con Adolfo Christlieb, la Proyección de Principios de Doctrina que daba un giro al centro a la plataforma doctrinaria de Acción Nacional, y abrir la postura doctrinaria hacia el pluralismo y la tolerancia a las diferencias, términos inéditos en las plataformas doctrinarias de partidos en México, y también hacia la libertad, el diálogo, la justicia social. Se la jugó en 1969 al escribir Hacia un cambio de estructuras, donde hablaba de solidarismo, y de una sociedad más equilibrada y equitativa; donde comenzaba a ser el centro izquierda dentro del PAN.

Se la jugó al pensar y exponer que en 1970 el partido no debía presentar candidatura a la presidencia, pero también al disciplinarse y acatar cuando la decisión en una convención nacional fue que sí la presentaran, y precisamente la suya. Se la jugó al denunciar cómo comenzaban a operar en el PAN intereses de grupo que no respondían al bien común, y también al renunciar a la presidencia y al partido en 1978. Se la jugó en fin al haber aceptado ser Secretario de Educación en Jalisco en un gobierno de signo panista. Y también como maestro en la Ibero, en el ITESO donde fue el primer director de la Licenciatura en Derecho, en la Universidad de Guadalajara donde colaboró unos meses en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, y en la Panamericana, donde pasó sus últimos años en la docencia. Agradezco particularmente la presencia aquí del representante del Dr. Juan de la Borbolla, rector de la Universidad Panamericana en este homenaje, porque sé lo que quiso su cátedra en esta universidad, a donde llegaba en un VW, un vehículo donde más que entrar o salir de él, oí decir que parecía más bien que se ponía o se quitaba, de tan grandote que era Efraín.

No quiso que yo fuera ombudsman de Jalisco. Te vas a enfrentar a la militarización de la seguridad pública, a la tentación de la mano dura, me decía, y anticipaba que habría dolor en ese camino. No se equivocó. Tampoco quiso que fuera comisionada en Ciudad Juárez y me echó una larga lista de preguntas que repetí a Eduardo Medina Mora, entonces emisario de Santiago Creel, Secretario de Gobernación, antes de que me volvieran a invitar en una segunda vuelta, cuando ya Felipe Vicencio me había medio convencido de aceptar. Pero estuvo para consolarme y acompañarme y darme consejo cuantas veces fui a verlo a su casa por Circunvalación Santa Eduwiges, cuando dejaba de jugar con su Schnauzer Hegel para sentarse en los equipales a platicar.

Termino contando una anécdota que lo pinta entero. Una de mis primeras recomendaciones como ombudsman de Jalisco se la dirigí como Secretario de Educación, a causa de un director de escuela malora, que maltrataba niños. Pese a su intención, de sancionar al director, Efraín no podía brincarse el procedimiento interno para fincarle a esta persona responsabilidad administrativa, y en manos del sindicato quedó la sanción que, lejos de castigar al sujeto, lo cambió de zona y le dio plaza de inspector. Lo fuimos a ver Manuel Ahumada de La Madrid que era Director de Quejas y Seguimiento a Recomendaciones en la CEDHJ y había sido su alumno y quien lo quería casi como a un padre. Hicimos cita una tarde en su casa, que se convertía por las tardes casi en oficina alterna, para decirle que teníamos que declarar solo parcialmente cumplida la recomendación, dado el resultado, que no era el deseado. No, me atajó, delante de su principal equipo de colaboradores: aquí no hay sustitutos de la verdad. Como cabeza de la Secretaría yo soy el responsable de lo que suceda dentro. “Tienes que decir y publicar que la recomendación fue incumplida”. Manuel y yo salimos cabizbajos de la reunión. A la altura de las vías del tren de avenida Inglaterra, o sea a una cuadra de su casa, nos estacionamos para llorar, los dos. Y así lo publicamos, tal como nos lo dijo, doliéndonos decirlo, cuando él había sido el maestro de ambos, por muy distintos caminos vitales, en la pasión por el derecho, por la justicia, por eso que una o uno sabe que son los derechos humanos, como son los zapatos que sí nos quedan bien, porque van muy bien con nuestra naturaleza, con nuestra dignidad. Tal como él lo explicaba en sus clases en la vieja Ibero, en sus conferencias, en su vida personal donde se definía como pecador estándar, un ejemplar pecador estándar, cabe decir, que brilla en la orfandad en que su muerte nos ha dejado en términos de coherencia, de testimonio, de inteligencia y de ternura en nuestra vida pública en Jalisco y en México.

Termino con una frase suya que plasma su capacidad de ser tolerante: “la inteligencia solo es una luz si va unida a una gran benevolencia para con quien no la posee”. Por eso y, por tanto, agradezco su vida, esta generosa vida de un árbol bien plantado.

 

Fecha de recepción: 12 de abril de 2018

Fecha de aprobación: 12 de junio de 2018

 

 

1 Profesor investigador de tiempo completo en la Universidad Panamericana campus Guadalajara.

2 Abogada egresada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Guadalajara, fue ombudsman en Jalisco, Comisionada federal en Ciudad Juárez y Fiscal Especial para Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas, entre otras.