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Número 9
FACULTAD DE DERECHO · UNIVERSIDAD PANAMERICANA · CAMPUS GUADALAJARA

Jane Austen y la Educación del Jurista: Ser Introducidos en Armonías

 

 

PEDRO PALLARES YABUR1

 

SUMARIO: I. Introducción. II. El núcleo de las novelas de Jane Austen: un despertar. III. Las virtudes austenianas. IV. La contemplación de la belleza: ajustar el carácter. V. El carácter como totalidad de una persona ajustada. VI. Conclusión.

 

Resumen. El núcleo de las novelas de Jane Austen es la develación del carácter. Esta personalidad se manifiesta por el vínculo entre el juicio acertado, los sentimientos ajustados, el deber cumplido, la tradición respetada, y la fidelidad a las relaciones con otros. De acuerdo con Platón, si la justicia es un bien que sólo se percibe cuando la persona es justa y dispone de un ojo interior –un carácter- para percibir lo ajustado, entonces, para la formación jurídica puede valer introducir al alumno en experiencias que le presenten armonías y equilibrio. La estructura ética de las novelas de Jane Austen, tanto por su arco narrativo como por el desarrollo de los personajes, logran introducir a los alumnos en esas experiencias que los predisponen a percibir lo justo. 

Palabras clave: Jane Austen, Justicia, Educación, Belleza, Ética.

Abstract. The essence of Jane Austen's novels is the evolving of character. This personality is manifested by the bond between a right judgment, adjusted feelings, fulfilled duty, respected tradition, and fidelity in our relationships with others. According to Plato, if justice is a good that can only be perceived when the person is just and has an inner eye -a character- able to perceive the adjusted, then, for legal education may be worth to introduce the student in experiences that presents harmony and balance. The ethical structure of Jane Austen's novels, both for their narrative arc as for the development of the characters, succeed in introducing students to those experiences that predispose them to perceive the just.

 

Keywords: Jane Austen, Justice, Education, Beauty, Ethics.

I ] Introducción

El pasado 18 de julio de 2017 se cumplieron los 200 años de la muerte de Jane Austen2, autora de Sense and Sensibility (1811), Pride and Prejudice (1813), Mansfield Park (1814), Emma (1816), Northanger Abbey (1818) y Persuasion (1818) –las dos últimas, obras postumas-.3 Parecería curioso que una facultad de Derecho publicara un trabajo sobre una escritora que, en la cultura popular quizá se conozca como novelista romántica, cercana a la literatura adolescente. Winston Churchill fue más condescendiente con ella, pero en sus historias sólo encontró entretenimiento, no formación para la vida. En efecto, el político inglés escribió en 1943:

 

Los médicos intentaron alejarme el trabajo de la cama, pero no los dejo. Me han repetido ‘No trabajes, no te preocupes’ hasta el punto de que decidí a leer una novela. Hace mucho tiempo había leído Sense and Sensibility de Jane Austen, así que pensé en leer Pride and Prejudice. [...] ¡Qué vida tan apacible vivían estos personajes! No les preocupaba la Revolución Francesa, o la lucha de las Guerras Napoleónicas. Sólo les importa los modales con los que controlan las pasiones naturales del mejor modo posible, al mismo tiempo, las finas explicaciones sobre pequeños incidentes.4

 

Es verdad, durante la vida de Jane Austen (1775-1817) se sucedió la Revolución Francesa, la guillotina de Robespierre y las guerras Napoleónicas con más de 300 mil bajas en el ejército inglés. Nuestra autora parece evitar esos temas, como si sus personajes vivieran ajenos a la gran historia de su tiempo. Sus narraciones son prácticamente domésticas: se sucede en bailes, la vida del campo, parroquias, en noviazgos y en búsqueda de matrimonios felices. En pocas ocasiones se discuten las tensiones sociales de la época: aparece un debate sobre la esclavitud en Mansfield Park, y otro más sobre el deber social ante los miembros de la Marina, en Persuasion.

Pero la vida de Austen fue todo menos encerrarse en una caja de cristal. Su padre contaba con una biblioteca bastante completa de la que sabemos que leía asiduamente. Su tía Philadelphia emigró a la India, pero no dejó de enviar cartas y productos a su familia en Inglaterra. La hija de tía Philia, Eliza, contrajo nupcias con un francés de cierta aristocracia que la hizo Condesa. Cuando Francia abolió la Monarquía a favor de la República, las preocupaciones de su prima eran conocidas y vividas de cerca por la familia Austen, quienes ofrecieron refugio a su prima. Cuando Jane Austen cumplió 20 años, a Eliza y a su esposo les fueron confiscados sus bienes. Pocos días después, el Conde murió guillotinado.

En otros momentos de su vida, ella experimentó la pobreza en la que cayó su padre y la bancarrota de uno de sus hermanos. Otros dos, Charles y Frank pertenecían a la armada naval inglesa. Uno más, fue cedido en adopción a un pariente con más recursos para convertirlo en su heredero, ofreciéndole un futuro que su familia de sangre no podría ofrecerle. Ella misma padeció el desprecio por carecer de recursos económicos, y en otro momento la humillación de rechazar un matrimonio que le habría resuelto su futuro económico. Para una mujer de su época, Jane Austen conocía excepcionalmente de cerca lo que sucedía en el mundo. ¿Entonces por qué sus novelas se reducen a escenas de la vida privada? ¿Por qué parece que vive en un mundo idílico que tanto envidiaba Churchill, casi 100 años después? ¿Se puede educar un jurista con novelas así ajenas al mundo real?

En este artículo ofreceremos posibles ideas sobre cómo el horizonte vital descrito en las novelas de Jane Austen puede ser aprovechado en la formación jurídica. En primer lugar, desarrollaremos el despertar como experiencia central de la narración austeniana. Después, explicaremos cómo entiende esta autora el conocimiento y la puesta en práctica, dentro de su cultura, el concepto de virtud y precisaremos cuáles son las principales excelencias humanas dentro de ese horizonte ético. En tercer lugar, abordaremos uno de los promotores de la maduración del carácter de acuerdo con Austen: la contemplación de la belleza. Por último, describiremos la exigencia de armonía –de personalidades equilibradas o justas- entre todos los ámbitos de la vida humana, sin la cual no florecería la persona ni la sociedad.

Nuestro argumento, como puede intuirse, parte de la hipótesis de que a Jane Austen le interesaba principalmente definir a sus personajes a partir de su carácter, de su cualidad moral. Es decir, sus novelas no son sólo la historia de una elección matrimonial, sino más bien, ese contexto le sirve de marco para mostrar a los personajes. De este modo, su preocupación es delinear al protagonista desde su temperamento, aquella forma de ser que muestra con la acción, y que lo presenta como alguien merecedor de afecto.

Así por ejemplo, cuando las hermanas Dashwood, en Sense and Sensibility, intentan reconocer el tipo de relación entre la mayor con Edward Ferras, Elinor articula una descripción moral del candidato: sopesa su posición y sus deberes y ella misma se ubica ante lo que descubre. Por el contrario, Marianne sólo se interesa por lo que la emociona y cómo son compatibles los sentimientos que él genera en su hermana:

 

De su bondad y buen juicio —continuó Elinor—, en mi opinión nadie podría dudar, nadie que lo haya conocido al punto de sostener con él una conversación sin ataduras. La finura de su inteligencia y sus principios sólo puede velarla esa timidez que a menudo lo obliga a guardar silencio. Tú lo conoces lo bastante para dar cuenta de la veracidad de sus auténticas cualidades […] He sabido muchas cosas de él, he estudiado sus sentimientos y escuchado su parecer en asuntos literarios, o en general de buen gusto, por lo que me atrevería a afirmar que su inteligencia está bien cultivada, que su placer por la lectura es grande, su imaginación es viva, sus observaciones justas y correctas, y sus gustos puros y delicados. Sus facultades se perciben como mejores en todos los campos a medida que se le va tratando, tanto como sus modales como su físico. En una primera impresión, ciertamente, no nos deslumbra su forma de ser, y apenas puede decirse que sea guapo, hasta que uno se percata de la expresión de sus ojos, que son extraordinariamente bondadosos, y de la dulzura general de su semblante. A estas alturas lo conozco tan bien que me parece guapo de verdad; o, si es mucho decir, casi guapo. ¿Tú que crees Marianne?

Estoy segura de que muy pronto lo encontraré guapo, Elinor, si bien ahora no lo veo así. Cuando me pidas que lo quiera como a un hermano, dejaré de ver la imperfección de su rostro, como no la veo ahora en su corazón.

Elinor se sobresaltó al oír estas palabras, y lamentó las efusiones que la habían traicionado al hablar de él. Notaba que Edward ocupaba un lugar muy alto en su consideración. Creía que el interés era mutuo; pero necesitaba estar más segura ante de permitirse respaldar la fe que Marianne tenía en sus relaciones.5

 

Una reflexión similar la encontramos en Pride and Prejudice. En una conversación con Charlotte Lucas, Elizabeth Bennet, se pregunta si su hermana Jane ha logrado conquistar su pretendiente y sobre qué base: el conocimiento de su carácter o el reconocimiento de una compatibilidad emocional. Para la protagonista, no basta que se gusten, lo esencial consiste en descubrir su temperamento:

 

Jane… no actúa con premeditación. Todavía no puede estar segura de hasta qué punto le gusta, ni el porqué. Sólo hace quince días que le conoce. Bailó cuatro veces con él en Meryton; le vio una mañana en su casa, y desde entonces ha cenado en su compañía cuatro veces. Esto no es suficiente para que ella conozca su carácter. […] [E]n esas cuatro veladas lo único que pudieron hacer es averiguar qué clase de bailes les gustaba a cada uno, pero no creo que hayan podido descubrir las cosas realmente importantes de su carácter.6

 

Miss Lucas no parece convencida, para ella el matrimonio no puede ser decidido a partir de una forma de ser, sino de una apuesta emocional:

 

Bueno dijo Charlotte. Deseo de todo corazón que a Jane le salgan las cosas bien; y si se casase con él mañana, creo que tendría más posibilidades de ser feliz que si se dedica a estudiar su carácter durante doce meses. La felicidad en el matrimonio es sólo cuestión de suerte. El que una pareja crea que son iguales o se conozcan bien de antemano, no les va a traer la felicidad en absoluto. Las diferencias se van acentuando cada vez más hasta hacerse insoportables; siempre es mejor saber lo menos posible de la persona con la que vas a compartir tu vida.7

Elizabeth, incrédula, responde: Me haces reír, Charlotte; no tiene sentido. Sabes que no tiene sentido; además tú nunca actuarías de esa forma.8

 

Una respuesta así, no tendría sentido si Jane Austen hubiera querido escribir novelas rosas, o historias costumbristas y emocionales. A la escritora inglesa le interesa explorar personalidades, anudar a sus personajes a partir de su carácter: ¿quiénes son en realidad? ¿Cómo podríamos reconocer su temperamento? ¿Cómo podemos ser engañados o manipulados? ¿Qué defectos en nuestro carácter nos inducen a equivocarnos o dejarnos adular?

 Por eso, si Jane Austen hubiera escrito novelas rosas, llamaría mucho la atención que en el nudo central del relato –la declaración amorosa-, se omita el discurso edulcorado propio de esas historias. Los evita voluntariamente. Más aún, las únicas peticiones de matrimonio que se presentan con toda nitidez –por las palabras, las reacciones de los interlocutores, etc.- son aquellas que no funcionan.

En Pride and Prejudice, por ejemplo, William Collins y Fitzwilliam Darcy declaran infructuosamente su amor a Elizabeth –de forma cómica el primero y presuntuosa el segundo-. Pero en la propuesta eficaz, el segundo intento de Darcy, el discurso del protagonista se centra en una escueta referencia al pasado que produce esta reacción de Elizabeth:

 

[ella] le dio a entender que sus sentimientos habían experimentado un cambio tan absoluto desde la época a la que él se refería, que ahora recibía con placer y gratitud sus proposiciones.9

 

También, en Sense and Sensibility encontramos la misma sequedad:

 

Cuando se reunieron todos a la mesa a las cuatro en punto, unas tres horas después de su llegada, tenía ya el sí de su amada, el consentimiento de la madre de ésta, y era, no sólo en las palabras extasiadas de un enamorado, sino también en la realidad de la razón y la verdad, el más feliz de todos los hombres.10

 

Lo mismo se lee en Mansfield Park:

 

Me abstengo adrede de aportar detalles sobre este punto [el modo en que Edward se declaró a Fanny], para que todo el mundo pueda libremente poner los suyos, […] Yo sólo ruego a todos que crean que en el momento exacto en que fue completamente natural que ocurriera así […] La dicha de Edmund al saberse amado durante tanto tiempo por semejante corazón debió de ser lo bastante grande para avalar la fuerza de las palabras con que se la describió a ella y a sí mismo.11

 

G.K. Chésterton piensa que en esa parquedad se encuentra la originalidad de Austen: esa rara habilidad para captar el corazón de lo humano sin dejarse atrapar por la exuberancia o lo extravagante de una historia romántica. Si hubiera querido, hubiera sido capaz de acaramelar sus relatos, tal y como lo había mostrado en sus escritos juveniles. Escribe Chesterton:

 

Si parece raro calificarla como elemental, parecería igual de extraño llamarla exuberante. Estas páginas [sus obras juveniles] revelan su secreto; y es que Austen era naturalmente exuberante. Su fuerza proviene, al igual que en el origen de cualquier otra fuerza, del control y dirección de esa exuberancia. Encontramos en sus obras una presencia y un empuje de vitalidad detrás de las mil trivialidades; podría en efecto haber sido exuberante si hubiera querido [...] Jane Austen es el reverso mismo de una solterona almidonada y famélica. Podría haber sido un bufón [...] si hubiera querido. Y esto es lo que le da una fuerza infalible a su ironía. Tras la fachada desapasionada de esta artista también está la pasión; pero su pasión, tan original, era una especie de alegre burla y de espíritu combativo contra todo lo que ella consideraba mórbido, laxo y venenosamente estúpido.12

 

La genialidad de Jane Austen la constituye su parquedad, un escueto realismo con el que describe –o mejor dicho, no describe- lo que le importa realmente: cuál es el carácter que tiene ante sí; y a partir de él, cuáles son las emociones que valen de verdad, por qué motivo son auténticas; y si son auténticas, han de aparecer sin cebarse en su propio éxito. Esa precaria descripción de emociones las rescata de lo superficial e insulso y prepara las más agudas ironías contra las emociones de adolescente inmadura. La expresión grotesca y fogosa de los sentimientos es para Jane Austen, un recurso irónico con el que describe precisamente cómo no han de ser esas emociones: anárquicas, irrazonables, insolidarias, efímeras, ruidosas.

Así está delineada, solo por referir unos ejemplos, Marianne Dashwood (Sense and Sensibility) o Lydia Bennet (Pride and Prejudice); pero más claramente en Catherine Morland, la protagonista de Northanger Abbey. En efecto, la Miss Morland, carecía de talento natural:

 

jamás aprendió nada que no se le enseñara y que muchas veces se mostró desaplicada y en ocasiones torpe-, posición social o personalidad; por lo que [n]adie que [la] hubiera conocido […] en su infancia habría imaginado que el destino le reservaba un papel de heroína de novela.13 En su formación empezó a aficionarse a las lecturas serias, que al tiempo que ilustraban su inteligencia, le procuraban citas literarias tan oportunas como útiles para quien estaba destinada a una vida de vicisitudes y peripecias.14

 

Las lecturas serias a las que se refiere el narrador –quien padece del mismo desajuste que el personaje- son novelas sentimentales para mujeres sin carácter. Incluso su madre busca en ellas una solución a la melancolía de su hija:

 

En uno de los libros que tengo arriba hay un estudio muy interesante acerca del tema. [...] Lo buscaré para que lo leas. Seguramente encontrarás en él consejos de provecho.15

 

Esta disposición la predispone a fallar en el juicio y suponer que la muerte de la Mrs. Tinley ocurrió a la sombra de un crimen pasional, a imitación de lo que leyó en sus novelas rosas. En efecto, algo en el carácter de Miss Morland la incapacitaba para darse cuenta del verdadero infortunio de la Abadía de Northanger. Con su imaginación desbocada, invadió por curiosidad intimidades ajenas, creyó en asesinatos impulsivos y lastimó a quien amaba:

 

Sus románticas imaginaciones habían concluido. Catherine había abierto los ojos del todo. Las palabras de Henry [Tinley], aunque parcas, le habían hecho ver mejor lo disparatado de sus últimas fantasías que todos sus desengaños previos. Se sentía profundamente humillada […] Sus desvaríos, que ahora se le antojaban punibles, habían quedado a la vista de su amigo. […] Recordó con qué sentimientos se había preparado para conocer Northanger. Comprendía que ya antes de abandonar Bath se había producido el encaprichamiento y el mal estaba hecho; parecía que todo ello fuese producto del influjo de aquella clase de lecturas a las que se había aficionado. Fascinantes como eran todas las obras de la Señora Radcliffe, e incluso las de sus imitadores, tal vez no era en ellas donde había que buscar la esencia de la naturaleza humana o, cuando menos, la de los condados del interior de Inglaterra.16

 

II ] El núcleo de las novelas de Jane Austen: un despertar

En este pasaje se expresa un despertar, un desengañarse, a través del cual el personaje reconoce con dolor que ha cometido un error en su juicio sobre un evento o persona. Pero en el relato, también se señala que el problema no es solo un fallo en el juicio: este desatino surge de la propia forma de ser. El carácter desajustado la predispone tanto a cometer esa equivocación como a su ceguera para conocerse a ella misma. El yerro manifiesta una disonancia entre el modo de ser, el deber y la tradición. Esa dinámica se replica claramente, por mencionar un caso de cada novela, en Elizabeth Bennet –Pride and Prejudice-, Marianne Dashwood –Sense and Sensibility-, Emma Woodhouse –Emma-, Sir Tomas Bertram Mansfield Park- o en Frederick Wentworth Persuasion-. Así se describe el despertar de Marianne:

 

¡Oh Elinor! –exclamó-. Después de esto, voy a detestarme para siempre. ¡Qué insensible he sido contigo! ¡Contigo, que has sido mi único alivio, que has cargado con todas mis penas, que sólo por mí parecías sufrir! ¡Y he aquí mi gratitud! ¿No había otra forma de pagártelo? Sólo porque ante tus virtudes desmerezco he estado intentando acallarlas […] Consideré lo ocurrido, vi que, desde que conocí a Willoughby el otoño pasado, mis actos no habían sido sino una sucesión de imprudencias contra mí misma, una falta de consideración hacia los demás. Vi que mis propios sentimientos habían preparado mis agonías, y que había sido mi falta de entereza ante ellos lo que casi me lleva a la tumba. Yo había sido, lo sé bien, la única responsable de mi dolencia, e incluso entonces sabía que obraba mal al descuidad mi salud de aquel modo. De haber muerto, habría sido por autodestrucción […] Yo tenía tu ejemplo delante…, ¿y de qué me servía? ¿Acaso presté más atención a ti o a tu bienestar? ¿Acaso imité tu paciencia, o aligeré tus cargas, participando de algún modo en esas obligaciones, en esas muestras de cortesía general o de gratitud particular que hasta entonces había confiado a tu entera responsabilidad? No…, y tampoco cuando supe que eras desdichada, igual que cuando te creía feliz, hice el menor esfuerzo impuesto por el deber o la amistad; sólo yo podría ser la única en sufrir, la única en llorar mis penas, permitiendo así que tú, por quien sentía un amor sin límites, fueras desgraciada a mi costa17

 

Cuando Elizabeth Bennet despierta parece reconocer que su error en la conducta ante los demás, no implicaba solamente fallar en el juicio sobre un suceso: también era señal de lo propio que se conocía a ella misma. Su despertar es sinónimo de caer en la cuenta de quién es ella misma. Platón –y sin duda Sócrates- pensaban que ciertos bienes sólo son reconocibles cuando el carácter de la persona posee las excelencias apropiadas para percibir el bien al que apuntan. De tal manera que sin un carácter dispuesto hacia el estudio, por ejemplo, el personaje sería incapaz de reconocer el bien propio que se realiza con su esfuerzo por aprender. Fallará en su juicio sobre la instrucción, la disciplina para aprender; y lo más serio, será incapaz de darse cuenta de su atrofia18. Del mismo modo, el carácter desajustado de Elizabeth, le impedía reconocer lo inapropiado de sus acciones, el error en su conducta ante los demás, y peor aún la incapacitaba para conocerse ella misma. Por eso descubrir su error, es despertar para reconocer una deficiencia en su forma de ser. Por eso no oculta su dolor:

 

¡De qué modo tan despreciable he obrado –pensó–, yo que me enorgullecía de mi perspicacia! ¡Yo que me he vanagloriado de mi talento, que he desdeñado el generoso candor de mi hermana y he halagado mi vanidad con recelos inútiles o censurables! ¡Qué humillante es todo esto, pero cómo merezco esta humillación! Si hubiese estado enamorada de Wickham, no habría actuado con tan lamentable ceguera. Pero la vanidad, y no el amor, ha sido mi locura. Complacida con la preferencia del uno y ofendida con el desprecio del otro, me he entregado desde el principio a la presunción y a la ignorancia, huyendo de la razón en cuanto se trataba de cualquiera de los dos. Hasta este momento no me conocía a mí misma.19

 

El despertar de Emma Woodhouse es muy similar, quien había gastado sus días en juzgar a otros y entretenerse arreglando su vida como le parecía mejor. Su atrofia en el carácter le impedía descubrir quién era ella realmente, y qué valor mostraban sus acciones:

 

Unos pocos minutos bastaron para revelarle lo que había en su propio corazón. […] En aquel corto espacio de tiempo comprendió cuál había sido su conducta y vio claro en su propio corazón. Lo vio todo con una lucidez como hasta entonces nunca había tenido. ¡Qué mal se había estado portando con Harriet! ¡Con qué falta de atención y de delicadeza! ¡Qué insensato y qué cruel había sido su proceder! ¿Cómo había podido dejarse llevar por aquella ceguera, aquella locura? Se daba perfectamente cuenta de lo que había hecho y estaba tentada de aplicarse a sí misma los términos más duros. […] ¿Cómo podía comprenderlo todo? ¿Cómo podía comprender que hubiera estado engañándose a sí misma de aquel modo hasta entonces, viviendo en aquel engaño? ¡Aquellos errores, aquella ceguera de su mente y de su corazón! Se quedó sentada, se paseó, anduvo de una a otra habitación, probó a pasear por el plantío... En todos los lugares, en todas las posiciones no podía dejar de pensar que había obrado de un modo insensato; que se había dejado engañar por los demás de un modo mortificante; que se había estado engañando a sí misma de un modo más mortificante aún; que se sentía desgraciada y que probablemente aquel día no era más que el principio de sus desgracias. Por el momento lo primero que debía hacer era ver claro, ver totalmente claro en su propio corazón.20

 

De modo que, si en sus novelas el momento en el que el personaje despierta se describe con tanto detalle, quiere decir que el arco narrativo debe transitar desde un carácter atrofiado hacia un ajustarse que permita descubrir, ¿quién soy realmente? Entonces, si bien es cierto que el ambiente de sus historias fluye en torno a la vida cotidiana, el matrimonio y las fiestas; a Jane Austen le interesa, en primer lugar, develar el carácter de cada personaje, descubrir quién es cada uno y explorar cómo alguien puede ocultar su verdadero temperamento y engañar al resto. Y, en un segundo momento, describir cuáles son las características de ese temperamento ajustado.

Bajo esta lógica tiene sentido que una novela comience así:

 

Emma Woodhouse, bella, inteligente y rica, con una familia acomodada y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia; y había vivido cerca de veintiún años sin que casi nada la afligiera o la enojase.21

 

O que despida a Marianne Dashwood de esta forma:

 

«[ella] había nacido para un destino extraordinario. Había nacido para descubrir la falsedad de sus opiniones, y para contrarrestar, con sus obras, sus más preciadas máximas.22

 

O que la toma de conciencia de Sir Thomas Bertham en Mansfield Park se describa así:

 

a]margamente lamentaba una deficiencia que ahora casi no entendía cómo había sido posible. Con un sentimiento de desventura, se daba cuenta de que, pese al dinero y los cuidados dedicados a su rígida y costosa educación, había criado a sus hijas sin haber comprendido ellas sus deberes elementales, ni haber llegado él a conocer el carácter y la personalidad de ninguna de las dos.23

 

III ] Las virtudes austenianas

Jane Austen describe el carácter de sus personajes a partir de las virtudes que viven o de los requerimientos del decoro, el deber o la tradición que lastiman. Así pues, ¿qué entiende por virtudes? ¿Cuáles son las excelencias que orientan a los protagonistas? ¿Cómo se educan? Alasdair MacIntyre explica que virtud es una excelencia que nos capacita para lograr los bienes internos de una práctica; y su carencia, un defecto que impide, no sólo ejecutar un tipo de acción, sino contemplar el bien al que esa práctica apunta y razonar de modo adecuado a ese bien.24

Por ejemplo, un alumno que carezca de la virtud de la responsabilidad, es incapaz, no sólo de cumplir adecuadamente con sus encargos, sino que también su ceguera impedirá que se dé cuenta de la excelencia que lograría ejecutando esa acción. Al mismo tiempo será incapaz de razonar adecuadamente sobre lo que se requiere para ser responsable. Un estudiante así, será incapaz de comprender por qué el profesor dispone unos comportamientos y prohíbe otros.

En consecuencia, para él, las normas de clase, en el contexto de una tradición educativa concreta –la cultura escolar-, serán vistas como una imposición externa e irrazonable; los personajes que son modelos de esos valores, le parecerán fanáticos; y la tradición que acoge narrativamente a los actores, una imposición del pasado.

Pero si un joven se inscribe a una escuela, es introducido a una tradición sobre el modo eficaz de enfrentar el trabajo académico. A través de las normas y del cumplimiento de sus deberes, –gracias a la confianza y admiración que despierten en él sus profesores- poco a poco se va acostumbrando, no sólo a realizar lo que se le pide, sino que se habitúa al bien al que apuntan esas prácticas. Con la práctica se convierte en alguien hábil, en algún nivel, para saber cómo ejecutar su trabajo, cómo compartirlo con otros como él, cómo justificarlas racionalmente, quererlas eficazmente y gozarlas establemente. 

En resumen, la excelencia escolar sólo se logra si se siguen las prácticas que se protegen y promueven con las reglas y leyes de esa actividad. Éstas últimas sólo se justifican en función de las prácticas que se han de realizar. A su vez, las prácticas, tienen sentido en función de los bienes internos a los que apuntan esas acciones. Tenemos pues que las leyes, reglas y principios que sigue un aprendiz, lo introducen en unas prácticas tal y como las vive una tradición: el novato académico requiere de una comunidad de personas hábiles y experimentadas en las prácticas y en los bienes internos a ellas, gracias a la cual puede ser introducido tanto a las prácticas, como a los bienes25. Esa comunidad y esas prácticas comparten una historia, una herencia, una tradición gracias a la cual las hacen inteligibles, educables y aprendibles.

Para MacIntyre, Jane Austen refleja esta forma de comprender la virtud como la interacción de prácticas, bienes a los que éstas apuntan; mediante su inserción a una tradición que ofrece modelos, narrativas, exigencias para cada personaje; a través de acciones que las manifiestan; mediante contexto donde son inteligibles.

Para la escritora inglesa, en un mundo en apariencia idílico –bailes, bodas, vida en el campo-, se exige y se espera que cada personaje tome en serio algo realmente exigente, demandante y hasta heroico: el sentido común, la valentía, la moderación, la fortaleza para cumplir con el deber, la propriety, el decoro, el respeto a la tradición, la confianza. Y curiosamente, la recompensa a esa fidelidad a los principios y al carácter equilibrado y humano, es una felicidad sin grandes pretensiones: la vida en bailes, cenas, libros, conversaciones, excursiones, un buen matrimonio y la armonía familiar. La virtud, en Jane Austen, no se entiende si no está inserta en una tradición.

El catálogo de virtudes austenianas se puede reducir, según MacIntyre, a cuatro tipos de prácticas sobre bienes humanos: la constancia, la autenticidad, el autoconocimiento y la afabilidad. Gracias a la primera, el personaje logra consistencia propia y unidad narrativa: el personaje es una auténtica persona ante otro, reconocible por ellos y por él mismo. De este modo, las heroínas que son constantes en el carácter, en su deber, en el respeto a la tradición, logran un final feliz. 

Un buen ejemplo es Elinor Dashwood, en Sense and Sensibility. Sin pretenderlo, queda atrapada entre la espada y la pared. Por un lado, debía guardar un secreto que se le había comunicado abusando de su confianza: el compromiso entre Lucy Steele con Edward Ferras –Elinor sentía afecto por éste-. Y por el otro, debía mantenerse fuerte para servir de apoyo a su hermana Marianne –quien padecía una injusta desilusión amorosa-. Cuando el compromiso de Edward y Lucy sale a la luz, Marianne –una sentimental- se sorprende de que su hermana no hubiera estallado en llanto y tragedia, como ella pensaba que se debía actuar. Elinor le responde que el cumplimiento del deber y del decoro, la habían llevado a soportar y a madurar sus sentimientos, aunque de forma dolorosa. La constancia, la fidelidad a sus compromisos, la habían ajustado. Ahora, parece concluir la mayor de las Dashwood, era ella quien podía gozar de unos sentimientos más profundos y duraderos: porque estaban ajustados. La cita es larga, pero vale la pena reproducirla:

 

Sé lo que quieres decir. Pones en duda mi capacidad de sentir. Durante cuatro meses, Marianne, he llevado en el alma toda esa incertidumbre, sin ser libre de hablar de ella en ningún momento y con ninguna persona; he sabido que tú y tu madre serían totalmente infelices si se les hubiese revelado, y todo ello sin posibilidad siquiera de prepararse por algún medio. Ella me lo dijo…, en cierta medida fui obligada a escucharlos de labios de la misma persona que con su antiguo compromiso arruinaba todos mis planes; y me lo dijo, y así lo pensé, como un triunfo. Por eso he tenido que luchar contra la suspicacia de esta persona, esforzándome en fingir indiferencia cuando más afectada me sentía; y más de una vez…, más de una vez he tenido que soportar el escuchar impávida el relato de sus esperanzas y exaltaciones… Me he visto separada de Edward para siempre, sin conocer un solo motivo que pudiera hacer el vínculo menos deseable a mis ojos. Nada ha demostrado que sea indigno, ni nada ha probado su indiferencia hacia mí. He tenido que combatir los desprecios de su hermana, y la insolencia de su madre; y he sufrido los castigos del amor sin disfrutar ninguna de sus ventajas. Y todo eso ha sucedido en una época en la que, como tú bien sabes, no sólo yo era infeliz. Si me vez capaz, quizás, de haber tenido algún sentimiento, seguramente imaginarás ahora que sí he sufrido. La moderación con que finalmente puedo considerar lo ocurrido, el consuelo que he buscado y deseado, no se han conseguido sino tras esfuerzos dolorosos y constantes; no han nacido por sí solos; no han podido ser mi alivio desde el principio… No, Marianne. Y si el silencio no me hubiera atado, quizá nada habría podido privarme, ni siquiera lo que debía a mis allegados, de manifestar sin reparo lo muy infeliz que era.26

 

La segunda virtud es la autenticidad, práctica que permite indirectamente distinguir la apariencia de virtud de la excelencia real. Todos los antagonistas carecen de esta virtud; incluso, muchos de ellos esconden su impericia en una máscara: John Willoughby –Sense and Sensibility-, George Wickham –Pride and Prejudice-, Frank Churchill –Emma- o Henry y Mary Crawford –Mansfield Park-.

Un mejor ejemplo, entre autenticidad como virtud y la tradición como educadora de la misma, lo encontramos en el famoso diálogo de Elizabeth Bennet con Mr. Darcy, cuando éste le propone matrimonio por primera vez. Sobre él, recae la obligación por costumbre de exaltar el mérito de su amada, pero Darcy señala la irracionalidad de un matrimonio tan desigual. Sobre Elizabeth, la tradición imponía el deber de agradecer la propuesta antes de declinarla. Ella prefiere desatender esa carga:

 

En estos casos creo que se acostumbra a expresar cierto agradecimiento por los sentimientos manifestados, aunque no puedan ser igualmente correspondidos. Es natural que se sienta esta obligación, y si yo sintiese gratitud, le daría las gracias. Pero no puedo; nunca he ambicionado su consideración, y usted me la ha otorgado muy en contra de su voluntad.27

 

Más adelante, en el despertar de Elizabeth, ella descubre que de haber seguido esa tradición hubiera reconocido que estaba equivocada desde el principio. Se había predispuesto en contra de Darcy, –no sólo por culpa de su orgullo y prepotencia-, sino porque había creído una información, confidencial y delicada, que le había compartido Mr. Wickham. ¿Por qué la había tomado como válida si su informante era prácticamente un desconocido para ella? Si hubiera seguido las reglas del decoro, tendría que haber dudado de la veracidad de lo que le narraba Mr. Wickham.

Esta ruptura contra la tradición, el rechazo a cumplir con los deberes esperados para su personaje y posición –vinculados esencialmente a una cultura- la habían dejado vulnerable y abandonada a su orgullo y prejuicio. Se había puesto en riesgo de traicionarse a sí misma. Elizabeth descubre esta ruptura entre el abandono de los buenos modales y su falsedad: «Hasta este momento no me conocía a mí misma». Más adelante, tras su reconciliación con Darcy reconoce que:

 

[d]espués de haberle rechazado tan odiosamente cara a cara, no podía tener reparos en decirle lo mismo a todos sus parientes. […] No vamos a discutir quién estuvo peor aquella tarde. Bien mirado, los dos tuvimos nuestras culpas. Pero me parece que los dos hemos ganado en cortesía desde entonces. […] Me porté mal, pero fue sin intención. Nunca quise engañarle, y sin embargo muchas veces me equivoco.28

 

La tercera virtud austeniana, es el autoconocimiento, la capacidad eficaz de descubrir a partir de una honesta reflexión, quiénes somos en realidad. El despertar del que hemos hablado, se lograba gracias a la reflexión eficaz sobre la propia vida. Un autoconocimiento que surgía de una especie de arrepentimiento. Es el autoexamen –la sincera entrevista consigo misma, la contemplación y reflexión de la vida digna que se pone en juego con la acción- lo que permite el reconocimiento y confesión de la propia culpa o de su carácter atrofiado. 

La cuarta virtud es la afabilidad, mejor dicho, la amabilidad por la que el poseedor tiene cierto afecto real -no simulado- por las personas. En Jane Austen la vida social, y las virtudes que la permiten, no busca administrar egoísmos a base de cálculos utilitarios o amenazas que se logran por la interacción, sino construir auténticas relaciones personales reconocibles en la felicidad hogareña. Darcy, en Pride and Prejudice, reflexiona que la falta de cordialidad causaba su atrofia moral:

 

He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, aunque no en los principios. De niño me enseñaron a pensar bien, pero no a corregir mi temperamento. Me inculcaron buenas normas, pero dejaron que las siguiese cargado de orgullo y de presunción. Por desgracia fui hijo único durante varios años, y mis padres, que eran buenos en sí, particularmente mi padre, que era la bondad y el amor personificados, me permitieron, me consintieron y casi me encaminaron hacia el egoísmo y el autoritarismo, hacia la despreocupación por todo lo que no fuese mi propia familia, hacia el desprecio del resto del mundo o, por lo menos, a creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy inferiores a los míos. Así desde los ocho hasta los veintiocho años, y así sería aún si no hubiese sido por usted, amadísima Elizabeth. Se lo debo todo. Me dio una lección que fue, por cierto, muy dura al principio, pero también muy provechosa. Usted me humilló como convenía, usted me enseñó lo insuficientes que eran mis pretensiones para halagar a una mujer que merece todos los halagos.29

 

Como puede verse, las virtudes austenianas permiten a sus personajes conocerse a sí mismos y entablar relaciones significativas con los demás. El contexto donde sucede esta reflexión se circunscribe a los modos propios de una tradición cultural concreta. Aun así, en la entraña de esas prácticas que sólo se comprenden desde una comunidad histórica específica, se recubre el núcleo de prácticas que realizan el telos del ser humano.

Para MacIntyre, el mérito de la escritora inglesa es descubrir que las virtudes están impregnadas de la historia y de la comunidad en la que se encuentran. O dicho al revés, Austen se sirve de cuatro prácticas en las que se espera excelencia por parte de sus personajes, gracias a las cuales éstos pueden razonar y participar eficazmente en una tradición.

Evidentemente Austen no articula una teoría de lo que es la una virtud en cuanto tal, ni estructura una explicación académica. No. Ella identifica la esfera social dentro de la cual puede continuar la práctica de las virtudes.30 Lo que en Aristóteles sería la polis, o en Tomás de Aquino la comunidad de coordinación completa (el reino o la ciudad-medieval), en Jane Austen es la vida en Mansfield, o la expectativa familiar en Pemberley, o la tradición aprendida en Norland, o los requerimientos que piden los problemas en la Abadía de Northanger.IV.- La contemplación de la belleza: ajustar el carácter

Sólo dos de las heroínas austenianas acompañan al resto de los personajes en su despertar. Ellas no necesitan hacerlo. Entran en escena como el modelo de virtudes que tanto valora la escritora inglesa. Las conocemos ya ajustadas. Nos referimos a Elinor Dashwood –Sense and Sensibility- y a Fanny Price –Mansfield Park-. La primera es consultada por el resto de personajes; comparten con ella las acciones; le ofrecen sus motivos como a la espera de su aprobación; le solicitan la ejecución de encargos delicados para realizarlos en su nombre.

En cambio, Fanny es tímida, pobre, no muy guapa e insignificante para casi todos en el lugar donde vive. Incluso al lector puede parecerle insípida en comparación con Elizabeth Bennet, por ejemplo. Parece que Jane Austen la despojó de cualquier cualidad que no fuera su buen juicio o su carácter ajustado; da la impresión de que así quiso colocarla entre los personajes atrofiados de Mansfield Park. C.S. Lewis apunta:

 

Pero a pesar de que Fanny es insípida, que no es lo mismo que mojigata o pedante, siempre está en lo correcto en el sentido de que, para ella, y sólo ella se da cuenta, que el mundo de Mansfield Park siempre aparece tal y como, en la visión de Jane Austen, es en realidad. Desengañada, es espectadora de engaños.31

 

Fanny Price es peculiar no tanto porque en ella aparecen todas las virtudes a las que hemos hecho referencia. Es la única, que elabora una explicación de lo que significa para ella la contemplación. Elizabeth Bennet y Elinor Dashwood realizan actividades estéticas, pero no nos comparten lo que piensan sobre ellas.

En cambio, Fanny Price nos ofrece una explicación de aquella belleza que contempla: las cosas no sólo están ahí, sino que su orden, brillo y belleza significan una llamada a reconocerse en ellas. Como si existieran para ser observadas y de esa atenta mirada nosotros pudiéramos conocer quiénes somos en realidad. Así, por ejemplo, al contemplar la grandeza de una noche estrellada exclama:

 

¡Aquí hay armonía! —dijo—. ¡Hay serenidad! ¡Hay eso que deja atrás a la pintura y a la música, y sólo la poesía es capaz de reflejar! ¡Aquí hay lo que puede apaciguar las tribulaciones, y elevar el corazón al arrobamiento! Cuando contemplo una noche como ésta, siento como si no hubiera maldad ni sufrimiento en el mundo; y desde luego, habría mucho menos de lo uno y lo otro si se prestase más atención a la sublimidad de la naturaleza, y la gente saliese más de sí misma contemplando un pasaje así.32

 

Más adelante, nos regala una explicación similar. En un paseo por un jardín de Mansfield, acompañado de la antagonista –Mary Crawford-, se detiene a considerar lo que ha mejorado cuando en él interactúan adecuadamente la naturaleza con el ingenio humano:

 

Es precioso, precioso —dijo Fanny, mirando a su alrededor, mientras se sentaban juntas un día-; cada vez que vengo aquí, me sorprende más la belleza de estos arbustos. Hace tres años, esto sólo era un seto tosco en el lindero del prado; nunca me pareció que fuera nada, ni que pudiera llegar a ser nada; y ahora se ha convertido en un paseo. Y sería difícil decir si más estimable como utilidad o como ornamentación. Y puede que dentro de otros tres años hayamos olvidado… casi hayamos olvidado lo que fue antes. ¡Qué asombrosos, qué prodigiosos son los trabajos del tiempo, y los cambios del espíritu humano! —y siguiendo el último curso de sus pensamientos, añadió poco después: Si alguna facultad de nuestra naturaleza puede considerarse más sorprendente que las demás, creo que es la memoria. Los poderes, los fallos, las desigualdades de la memoria parecen más manifestaciones incomprensibles que los de ninguna otra de nuestras inteligencias. La memoria es unas veces retenedora, servicial, obediente; otras, aturrullada y endeble, otras… ¡incontrolable y tiránica! Por supuesto, somos un milagro en todos los sentidos… Pero el poder de recordar y olvidar, parecen un misterio especialmente inalcanzable.33

 

Ante esta reacción, Mary Crawford, incapaz de comprender aquello que ve Fanny, responde sin saber cómo juzgar, ni cómo comportarse, ni mucho menos cómo darse cuenta de su propio desajuste. Para ella, el orden de la naturaleza no dice nada, ni afecta su juicio, ni modela sus sentimientos, ni influye en sus decisiones. Y mucho menos es capaz de guardar en la memoria -más bien en el corazón- ese tipo de experiencia. Ante la belleza, es «impasible y distraída»:

 

Sí — contestó la Señorita Crawford con desinterés—, está muy bien para un lugar como éste. No se piensa en amplitud aquí y entre nosotras, nunca había imaginado que una parroquia rural aspirase a tener un paseo de arbustos ni nada parecido.

¡A mí me encanta ver cómo crecen los arbustos! —contestó Fanny—. El jardinero mi tío dice que la tierra de aquí es mejor que la suya, y parece que es así, a juzgar por cómo crecen los laureles y los arbustos de hoja perene en general ¡Los de hoja perene! ¡Qué belleza, qué maravilla, qué prodigio de la naturaleza, si nos paramos a pensar! En algunos países sabemos que la variedad está en los árboles que pierden la hoja, pero eso no hace menos asombroso que el mismo suelo y el mismo sol alimenten plantas que difieren en la primera regla y ley de su existencia. Quizá piense que exagero; pero cuando salgo, sobre todo cuando me siento al aire libre, tiendo a dejarme llevar por esta especie de inclinación al asombro. No puedo poner los ojos en el producto más vulgar de la naturaleza sin encontrar materia para las divagaciones.

A decir verdad —replicó la Señorita Crawford—, yo soy más bien como el famoso duque de Luis XIV y confieso que no veo nada tan maravilloso en este paseo de arbustos como el estar yo en él.34

 

A lo largo de la novela Mary Crawford se jacta de ser una egoísta incurable, de ir a lo suyo, de superficial. Y ese vacío se manifiesta también en su ceguera para la belleza. Su carácter atrofiado es incapaz de captar la belleza tanto de la naturaleza como de las necesidades de una persona. En cambio, para Fanny la contemplación de la belleza la saca de sí misma, entrena a la razón y despierta al corazón para buscar fines dignos: construir relaciones sociales valiosas.

Así pues, ¿cómo logró Fanny la madurez que la distingue del resto de personajes, si carecía de familia, dinero, belleza, medios económicos y amigos? Contemplaba. Fanny se reconoce a sí misma en el equilibrio, simetría, cadencia y orden de la naturaleza. Aprendía gracias a su capacidad para dejarse conmover por la armonía que aprecia en las cosas. En este contexto, dejarse asombrar por la belleza, no sólo es un acto de autoconocimiento personal, sino que es parte ineludible de su proceso de madurez. Los principios morales que modelan el carácter de Fanny y le ayudan a juzgar su lugar en el mundo, son afinados por su capacidad contemplativa de la belleza.

Ahora bien, para que la contemplación de la belleza consiga ese florecimiento personal, debe ser mucho más que sólo el autoconocimiento subjetivo de las propias emociones. Si lo bello fuera sólo el reconocimiento de la propia sensibilidad, entonces, ¿por qué no podemos autoasombrarnos? Más aún, ¿por qué seríamos capaces de compartir esa experiencia si sólo fuera un reflejo del mundo interior? No. Si las cosas son inteligibles, apetecibles y amables para nosotros, quiere decir que nuestra razón es capaz de conocer ese diseño; nuestros sentimientos están diseñados para gozar de esa armonía; y es propio del corazón de la persona, conmoverse ante ese llamado. Si la naturaleza expresa una armonía que podemos conocer, apreciar y gozar, es porque dice algo de nosotros mismos. Porque es connatural a nuestra existencia.

Aristóteles se dio cuenta de ello: nuestra acción imita lo que vemos en la naturaleza.35 Es decir, aprendemos a operar viendo cómo lo hacen las cosas de la naturaleza: al contemplar que buscan unos fines, aprendemos a que lo hacen con un orden, etc. y a partir de ahí aprendemos algo de nosotros mismos. Tomás de Aquino siguió esa idea: la racionalidad que vemos en las cosas, nos dice algo, educa nuestro sentido de juicio y moldea nuestros juicios prácticos.36

El maestro de un oficio muestra a su pupilo una serie de objetos para acostumbrarlo a ver y producir uno similar –este es un buen jarrón y así se hace-. El aprendiz modela el barro y lleva su vista al modelo diseñado por el maestro para guiar su propia acción. Así produce un buen jarrón, como el de su maestro, desarrolla las habilidades para imitarlo, comprende los motivos para seguir un proceso y nace en él, el gozo por esa habilidad. De la misma manera, en la naturaleza existe un modelo de buen jarrón, de cuya contemplación aprendemos a guiar nuestra acción: Por eso el intelecto humano, cuya luz inteligible se deriva del intelecto divino, debe ser formado por la observación de las obras de la naturaleza, para obrar de manera similar.37

En el caso de Fanny, ella no hubiera madurado al contemplar la naturaleza si la belleza de la naturaleza únicamente fuera expresión externa de sus propios deseos interiores. Lo armónico no tendría su propiedad performativa –modeladora del carácter- si fuera solo fruto de la intimidad personalísima. En otras palabras, la noche estrellada que asombra a Fanny, no catalizaría su carácter, si la armonía de los astros fuera simplemente una extensión de sus propias emociones subjetivas.

Al igual que Fanny, la armonía que debe ser descubierta y honrada con las acciones, predispone para reconocer nuestras responsabilidades con los demás. En el horizonte moral de la heroína de Mansfield Park, la contemplación no solo genera autoconocimiento, sino que de ella también florece el esfuerzo solidario por introducir a los amigos en la misma dinámica. Que ellos también sean armonía.

Esta experiencia también aparece en Pride and Prejudice. Elizabeth ha recibido una carta en la que Darcy le explica su conducta y responde a los ataques con los que ella lo ha rechazado. Ella lee una y otra vez esa carta en el capítulo 36. No sólo se trata de pasar los ojos sobre unas letras, sino que de esa aclaración, ella es capaz de examinar su conducta y descubrir el verdadero carácter de Darcy, Wickam y de ella misma. Porque en la misiva no sólo se describen hechos, se manifiestan personas. En concreto quién es de verdad Darcy. Se trata de un verdadero encuentro entre Darcy y Elizabeth que libera a ésta última de su prejuicio. Nos encontramos a una manera de contemplar

Agustín de Hipona describe una conversión similar a partir de la lectura de la Sagrada Escritura. Mientras huía de su conciencia, Agustín escucha una voz que venía de la casa del vecino que decía: «Toma y lee». El santo de Hipona y Elizabeth Bennet, convierten la lectura en un momento de auto-conocimiento y auto-revelación. Lo que leen deja de ser la descripción de un suceso para convertirse en un evento autobiográfico y de encuentro con alguien que no los deja indiferentes y los redime de su miseria. Para ellos, leer significa no sólo ver un mensaje, sino sobre todo ser vistos después de intentar escapar de esa mirada.

También Elizabeth lee el tipo de persona que es Darcy a partir de la armonía que descubre en Pemberley:

 

Era un edificio de piedra, amplio y hermoso, bien emplazado en un altozano que se destacaba delante de una cadena de elevadas colinas cubiertas de bosque, y tenía enfrente un arroyo bastante caudaloso que corría cada vez más potente, completamente natural y salvaje. Sus orillas no eran regulares ni estaban falsamente adornadas con obras de jardinería. Elizabeth se quedó maravillada. Jamás había visto un lugar más favorecido por la naturaleza o donde la belleza natural estuviese menos deteriorada por el mal gusto. Todos estaban llenos de admiración, y Elizabeth comprendió entonces lo que podría significar ser la señora de Pemberley.38

 

Más adelante, Elizabeth se encuentra con un retrato de Darcy mientras visitaba Pemberley. Ella nota que ese rostro tenía aquella misma sonrisa que Elizabeth le había visto cuando la miraba. Al igual que con la relectura de la carta, Austen hace que Elizabeth vuelva al cuadro –que lo relea-:

 

[Ella] permaneció varios minutos ante el cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes de abandonar la galería.39

 

Por eso, las expresiones artísticas -los vehículos de belleza-, no son sólo un retrato de los sentimientos de quien lo pinta o del arquitecto que construye. Contienen una invitación ser testigos -si bien es cierto de modo cifrado- de los equilibrios de los autores, de sus luces y sombras. Al mismo tiempo nos invitan a dejarnos conmover por ellos, a hacer nuestra esa búsqueda; y, a modo de empatía, compartir una existencia común.

En resumen, las experiencias estéticas de Fanny Price y de Elizabeth Bennet, fueron pedagogas de su carácter; e indirectamente, dardos que liberaron al resto de los personajes del deterioro moral en que se encontraban. Al igual que le sucede a Agustín, son siempre una experiencia de un encuentro en cierta medida impuesto, una especie de «no huyas»: ni de ti mismo, ni de la persona que espera detrás de aquello bello que se contempla.40

V ] El carácter como la totalidad de una persona ajustada

En el ensayo sobre Jane Austen que publicó C.S. Lewis, el autor inglés concluye:

 

Si la caridad es la poesía del comportamiento, y el honor la retórica de nuestros actos, se sigue que en Jane Austen, los principios son la gramática de la conducta.41

 

En otras palabras, el amor es lo que hace atractivo a nuestro comportamiento; y la integridad, que las acciones sean convincentes; entonces, guiarse por unos principios para razonar correctamente, será la estructura que modela el carácter. Hemos dicho, además, que el carácter de la persona, la predispone a comprender y razonar respecto a los bienes y prácticas que los realizan dentro de una tradición.

Con todo lo anterior se pone de manifiesto que para Austen, los elementos que configuran la personalidad se vinculan para que: (i) sea posible descubrir quién es de verdad un personaje a partir de alguno de los elementos que definen ese carácter. Y, (ii) estos componentes se tensen con tal fuerza que, si uno de ellos falla, el resto también fracasará en su bien propio; y dicho en sentido contrario, el ajuste de uno, equilibrará al resto.

Entonces, ¿cuáles son los elementos que configuran el carácter? En el mundo austeniano la personalidad se manifiesta en la expresión conjunta de todos estos ámbitos: i.- el juicio certero; ii.- los sentimientos adecuados e intensos; iii.- el comportamiento y acciones apropiados; iv.- el deber cumplido; v.- la tradición honrada; vi.- la madurez de las interacciones sociales; vii.- la profundidad y alcance de la felicidad lograda y; viii.- la adquisición de virtudes. De este modo si una persona es incapaz de pensar certeramente, padecerá de sentimientos desajustados, incumplirá sus obligaciones y lastimará a sus conocidos.

Un ejemplo de esta conexión es Emma. Una mujer inteligente, segura de sí e independiente: «era propensa a tener una idea demasiado buena de sí misma». En un diálogo entre dos de sus mejores amigos, El Mr. Knightley utiliza la lectura para mostrarle a la Mrs. Weston, los desajustes de la Miss Woodhouse:

 

Emma siempre se ha propuesto leer cada vez más, desde que tenía doce años. Yo he visto muchas listas suyas de futuras lecturas, de épocas diversas, con todos los libros que se proponía ir leyendo... Y eran unas listas excelentes, con libros muy bien elegidos y clasificados con mucho orden, a veces alfabéticamente, otras según algún otro sistema. Recuerdo la lista que confeccionó cuando sólo tenía catorce años, que me hizo formar una idea tan favorable de su buen criterio que la conservé durante algún tiempo; y me atrevería a asegurar que ahora debe de tener alguna lista también excelente. Pero ya he perdido toda esperanza de que Emma se atenga a un plan fijo de lecturas. Nunca se someterá a nada que requiera esfuerzo y paciencia, una sujeción del capricho a la razón.42

 

Su temperamento la inclina a equivocarse en el juicio sobre su amiga Harriet: la manipula para rechazar la propuesta matrimonial que le hiciera Robert Martin, ¿por qué llegó a esa conclusión? Emma reconoce que prefería la soltería de su amiga, -con el riesgo de sumirla en la pobreza- a perderse de alguien que la entretuviera. Ese fallo, la lleva también a exponer a Harriet al desprecio de Mr. Elton y a que se ilusionara desorbitadamente con George Knightley. En otro momento, Emma insulta por divertirse, -incumpliendo con un deber-, a la Señora Bates. En otro momento, lastimará a Jane Fairfax, al romper las normas tradicionales del decoro en el juego. Todo ello sin ser capaz de darse cuenta de su atrofia, y sin conocer quién era ella misma.

Como puede verse, en los personajes de Austen, el fallo en un ámbito del carácter, es sólo un aspecto de otros desajustes que aparecen en algún momento. En Pride and Prejudice puede que la incapacidad de Collins para comprender el ridículo al que se expone es afín a su limitada empatía con la pobreza a la que condenaría a las Bennet, a la fractura de las reglas del decoro al presentarse con Darcy, etc. En esa misma novela, Lydia Bennet es incompetente para razonar con prudencia sobre su matrimonio; es insensible a las consecuencias que la huida traería a sus hermanas; es incapaz de valorar la reducción en su horizonte de su felicidad; y, lo más grave, su ruptura interior le impide darse cuenta de esos daños.

En esta escritora, cada personaje manifiesta con tanta fuerza estas conexiones, que cada personaje podría utilizarse como ejemplo la ineptitud –en Sense and Sensibility- de Willoughby para darse cuenta el daño que causaba a Marianne; o la facilidad con la que Fanny Ferras y John Dashwood reducen a sus hermanas a la pobreza; etc. Incluso, la narradora que nos guía a través de Northanger Abbey, padece de la misma atrofia en la mirada, que le impide darse cuenta del peligro en que se encuentra Catherine Morland. Celebra su afición por la lectura, pero es incapaz de percibir que los libros moldeaban su cabeza, pero para interpretar y actuar conforme a categorías que la distanciaban de otros o desajustaban sus sentimientos. Festeja hasta la imaginación desbocada que traerá problemas a la protagonista.

En resumen, los principios éticos con los que Austen enmarca sus novelas, comenta Lewis, son tan serios y reales que permiten no sólo calificar el comportamiento de sus personajes como adecuado o justo, sino también manifestar la pertinencia de los juicios éticos pensados, mostrar el tipo de persona ante la que nos encontramos, edificar una vida feliz y lubricar adecuadamente nuestras relaciones con otros. En el mundo ético de Jane Austen, el juicio, la virtud, la felicidad y la empatía solidaria son los hilos que tensan el nudo de la existencia humana. 

La biografía misma de Jane Austen también nos sirve de ejemplo. Al fallecer, sus familiares la definían más por su carácter que por su oficio. Esto escribe su hermana Cassandra a los pocos días de la muerte de la escritora:

 

He perdido un tesoro, una hermana como ella, una amiga que jamás podrá ser igualada. Era la luz de mi vida, volvía preciosa hasta la más insignificante alegría, aliviaba cualquier pena, jamás le he ocultado ni uno solo de mis pensamientos, y me siento como si hubiera perdido una parte de mí misma.43

 

De modo similar, su hermano James, la describe a su hermana por el tipo de carácter con el que vivía y no tanto por su oficio de escritora:

 

In her (rare union) were combined

A fair form & a fairer mind;

Hers fancy quick, and clear good sense

And wit which never gave offence:

A heart as warm as ever beat,

A temper even; calm and sweet:

Though quick and keen her mental eye

Poor nature's foibles to descry,

And seemed for ever on the watch,

Some trails of ridicule to catch.

Yet not a word she ever pen'd

Which hurt the feelings of a friend.

And not a line she ever wrote

Which dying she would wish to blot

But to her family alone

Her real, genuine worth was known.

Yes, they whose lot it was to prove

Her Sisterly, her filial love,

They saw her ready still to share

The labours of domestic care,

As if their prejudice to shame

Who, jealous of fair female fame,

Maintain that literary taste

In woman’s mind is much misplaced,

Inflames their vanity & pride,

And draws from useful works aside.

Such Wert thou Sister! While below

In this mixt Scene of joy & woe

To have thee with us it was given,

A special kind behest of Heaven…44

 



VI ] Conclusión

Si Austen se mostraba aristotélica al comprender las virtudes como una práctica que se aprende en una tradición; esta interconexión entre los diversos ámbitos de la edificación de una personalidad –lo que hemos llamado carácter- la manifiesta como platónica. En efecto, Platón, en el tercer libro de La República, comienza a edificar la sociedad justa, para la cual se requiere un tipo especial de ciudadano. En los primeros dos libros había llamado otras comprensiones sobre lo justo que encontró impropias de la persona: había rechazado la justicia como los beneficios a favor del propio grupo y que se expresan en la tradición –contra Polemarco-; y mostró la inconsistencia de una definición centrada en el poder y la fuerza –contra Trasímaco-. Pero Glaucón le había lanzado una definición de justicia que requería explicación más detenida. En efecto, para éste, la justicia era, por una parte, una máscara en la que escondíamos nuestro miedo a sufrir una injusticia de la que no pudiéramos vengarnos; o además, podría ser la mueca con la que ocultábamos el temor de cometer una injusticia y ser descubiertos por los demás.

Sócrates responde con más calma este desafío. Su explicación comienza con una descripción sobre el tipo de persona capaz de comprender su visión de la justicia, y la educación que le permitiría comprender su visión de la justicia. El primer escalón por el que se educaría sobre la justicia a cualquier joven debía ser la gimnasia y la música. En otras palabras, para comprender la justicia, primero debíamos acostumbrarnos a las armonías del cuerpo y del alma; de modo que, una vez introducidos en esa lógica, las disonancias –los desajustes o las injusticias- se captarían principalmente como un asunto existencial y no primariamente como una conclusión racional. En efecto:

 

Aquel que ha sido educado musicalmente como se debe […] percibirá más agudamente las deficiencias y la falta de belleza, tanto en las obras de arte como en las naturales [los actos humanos], ante las que su repugnancia estará justificada; alabará las cosas hermosas, regocijándose con ellas y, acogiéndolas en su alma, se nutrirá de ellas hasta convertirse en un hombre de bien. Por el contrario, reprobará las cosas feas –también justificadamente- y las odiará ya desde joven, antes de ser capaz de alcanzar la razón de las cosas.45

 

Una persona ajustada será aquella que logre armonizar las distintas facultades del ser humano; tanto en sí mismo, como en el equilibrio que edifique su comunidad.

Entonces, ¿qué aporta la lectura de Jane Austen en la formación de un jurista? El trabajo de un catador de vinos le exige omitir aquellos alimentos que afectarían la capacidad de percibir distintos sabores. Aunque su profesión implica un conocimiento técnico de vinos y su degustación, su comportamiento más allá del ámbito laboral –qué come y cómo lo saborea- afectará la eficacia en su juicio como experto. De forma análoga, siguiendo a Platón, el jurista tendría que introducirse y acostumbrarse a las armonías que pueda conocer, de modo que su capacidad de percibir lo justo se mantenga afinada.

Como hemos dicho, algunos bienes humanos, como la justicia, sólo se perciben si el sujeto posee la capacidad adecuada para reconocerlos. Es decir, sólo con un ojo interior habilitado y dispuesto a percibir equilibrios y armonías, el jurista es capaz de reconocer los ajustes y relaciones ajustadas sobre las que se edifica el derecho.

Las novelas de esta escritora inglesa exigen de sus personajes que vivan y edifiquen ese equilibrio como personas ajustadas. Con su lectura, tal vez, los alumnos se encontrarán con esas armonías con las que pueden irse introduciendo y acostumbrando a descubrir y edificar las relaciones jurídicas adecuadas.

 

Bibliografía

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WORSLEY, Lucy, Jane Austen at Home: A Biography, St. Martin’s Press, New York, 2017



1 Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Panamericana campus Guadalajara.

2 Entre las biografías que pueden ser de interés encontramos: BYRNE, Paula, The Real Jane Austen: A Life in Small Things, Harper Perennial, New York, 2012; TOMALIN, Claire, Jane Austen: A life, Penguin Books, London, 1997 o WORSLEY, Lucy, Jane Austen at Home: A Biography, St. Martin’s Press, New York, 2017.

3 Utilizaremos las traducciones de Roberto Mares (Sensatez y Sentimientos), María Antonia Ibáñez (Orgullo y Prejuicio), Francisco Torres (Mansfield Park), Carlos Pujol (Emma), Isabel Oyarzábal (La abadía de Northanger) y de Francisco Torres (Persuasión). Debe tomarse en cuenta que [e]l problema principal con el que nos encontramos en el caso de las obras [de Jane Austen] traducidas en tantas ocasiones es que no todas las ediciones corresponden a las traducciones originales, sino que muchas son reediciones, y a veces, el nombre del traductor se ha eliminado de los créditos. Esto es preocupante, puesto que las editoriales a veces se limitan a reimprimir los textos, sin una revisión previa. De esta forma, se siguen publicando traducciones de hace décadas sin modificaciones y, por tanto, con errores. En concreto, en el año 2013 se han llegado a publicar ediciones «conmemorativas» de la obra con traducciones de hace décadas (JIMENEZ CARRA, Nieves, Traducir a Jane Austen: el reto de un estilo, E-AESLA, Revista Digital, no. 1, 2015,  https://cvc.cervantes.es/lengua/eaesla/pdf/01/72.pdf, Fecha de consulta: septiembre de 2017). La misma autora, en otro trabajo sostiene que el número elevado de traducciones o ediciones aparecidas desde 1924 no debe llevarnos a engaño. Muchas de ellas… son copias de otras. Algunas son resultado de la modificación de otro texto en palabras o estructuras de frases, aunque esto no impide que un análisis más detallado revela el verdadero texto original […] Efectivamente, Pride and Prejudice es una obra muy traducida; sin embargo, muchas de sus ediciones son versiones repetidas o disfrazadas (JIMENEZ CARRA, Nieves, Análisis y estudio comparativo de tres traducciones españolas de Pride and Prejudice, Tesis Doctoral, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Málaga, 2007, pp. 112-113, 338).

4 CHURCHILL, Winston, Closing the Ring, Houghton Mifflin, Boston, 1951, p. 425

5 Sense and Sensibility, 1811, Cap. 4.

6 Pride and Prejudice, 1813, Cap. 6.

7 Ídem.

8 Ídem.

9 Pride and Prejudice, 1813, Cap. 58.

10 Sense and Sensibility, 1811, Cap. 49.

11 Mansfield Park, 1814, Cap 48.

12 CHESTERTON, Gilberth Keith, Pre , Love and Friendship and other early works, Frederick A. Stokes Company Publishers, New York, 1922, p. xvi

13 Northanger Abbey, 1818, Cap. 1.

14 Ídem.

15 Northanger Abbey, 1818, Cap. 30.

16  Northanger Abbey, 1818, Cap. 25.

17 Sense and Sensibility, 1811, Caps. 37, 46.

18 Romano Guardini, explica que en una situación similar, Platón diría: cada objeto necesita verdaderamente, para ser conocido, una actitud [una virtud] adecuada a él, una actitud [un carácter] que posibilite las vivencias correspondientes a ese objeto, que proporcione el punto de vista adecuado y que active el modo de ver correcto. Esto rige tanto más estrictamente, cuanto más elevado sea el objeto de que se trate. No se puede contemplar lo vital desde la actitud que se aplica al ámbito de lo mecánico, porque entonces solo se ve lo mecánico (GUARDINI, Romano, La muerte de Sócrates. Una interpretación de los escritos platónicos Eutifrón, Apología, Critón y Fedón, Palabra, Madrid, 2016, p. 218)

19 Pride and Prejudice, 1812, Cap. 35.

20 Emma, 1816, Cap. 47.

21 Emma, 1816, Cap. 1.

22 Sense and Sensibility, 1811, Cap. 50.

23 Mansfield Park, 1814, Cap 48.

24 MACINTYRE, Alasdair, Tras la virtud, traducido por VALCÁRCEL, AMELIA, Barcelona, Crítica, 2001; el argumento que resumimos se desarrolla, principalmente en el capítulo 16 del libro, pp. 336-361. Por práctica, el escocés entiende «cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta lograr los modelos de excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva se extienden sistemáticamente. Ibídem, p. 282

25 John Finnis ofrece un listado de bienes humanos básicos que son descubiertos como logros racionales evidentes: ningún ser inteligente les negará la condición de bien autoevidente. El profesor de Oxford se refiere a la vida, el conocimiento, el juego, la experiencia estética, la sociabilidad, la razón práctica, y la religión (cf. FINNIS, John, Natural Law and natural Rights, Oxford, Clarendon Press, 1980, pp. 85-90). Sin embargo, MacIntyre se aleja de la postura de Finnis, a la que acusa de cierto intelectualismo. En efecto, el australiano sostiene que la razón humana, si sigue su propia estructura racional, logra descubrir cómo operar en concreto un bien elemental, valorado en sí mismo, evidente para la razón. Para este logro, no es necesario esencialmente, –al mismo tiempo en que se realiza el razonamiento-, aprender de otros, honrar una tradición, o edificar una comunidad. Por el contrario, el escocés sostiene que los preceptos de la ley natural son estructuras racionales que operan sin ser formuladas explícitamente cuando el ser humano funciona normalmente. Es decir, la ley natural aparece y se experimenta en el momento en que la persona se pregunta e investiga por la acción en que realizará este bien; siempre y cuando este bien se comprenda como un bien multiforme; un bien que es al mismo tiempo (i) de la persona, (ii) del personaje –el fin propio del officium- (iii) de la comunidad relevante para esa acción y ese personaje. En otras palabras, una persona sólo experimenta la ley natural, cuando ella en cuanto estudiante, debe aprender qué acción logra el fin propio de esta comunidad académica a la que pertenece; al mismo tiempo cómo esa acción, hace eficaz los bienes que se requieren para ser este estudiante. Entonces, al elaborar ese argumento, aparece una estructura racional que señala una inclinación por el bien en cuanto persona humana que se pone en juego con esa acción. Sólo así aparece la ley natural o «la fórmula ideal de desarrollo de un ser determinado (MARITAIN, Jacques, Man and the State, Chicago, Chicago University Press, 1951, p. 88)». El argumento completo de MacIntyre se puede ver en MACINTYRE, Alasdair,Teorías del derecho natural en la cultura de la modernidad avanzada, en Doxa, Cuadernos de Filosofía, 35, 2012, pp. 513-526

26 Sense and Sensibility, 1811, Cap. 37.

27 Pride and Prejudice, 1813, Cap. 34.

28 Pride and Prejudice, 1813, Cap. 35, 48.

29 Pride and Prejudice, 1813, Cap. 35.

30 Op. cit. MACINTYRE, Alasdair, Tras la virtud, p. 355

31 LEWIS, Clive Staples, A note on Jane Austen, Essays in criticism, vol. IV, 1954, p. 367

32 Mansfield Park, 1814, Cap. 11.

33 Mansfield Park, 1815, Cap. 22.

34 Ídem.

35 Aristóteles, Física, II.4.194a.21-23.

36 Cf. BROCK, STEPHEN L., The legal character of natural law according to St. Thomas Aquinas, Tesis doctoral, University of Toronto, 1988. Fecha de consulta: octubre de 2015 http://bib26.pusc.it/fil/p_brock/naturallawthesis. pdf.

37 AQUINO, Tomás de, Comentario a «La política» de Aristóteles, traducido por VELÁZQUEZ, HÉCTOR, Pamplona, Cuadernos de Anuario Filosófico, 1996, Proemio.

38 Pride and Prejudice, 1812, Cap. 43. Esta no es sólo una broma, ni debe ser interpretado como que en el fondo, Elizabeth es sólo una materialista más, que forma parte de una sociedad igualmente materialista. En este caso, los jardines, la casa, los retratos demuestran quién es realmente su dueño –representan una extensión visible de sus cualidades interiores y su verdadero carácter (TANNER, Tony, Jane Austen, McMillan, Londres, 1986, p. 120).

39 Ídem.

40Cf. MARSHALL, David, Unfolding characters: Attention and autobiography in «Pride and Prejudice», Imagining selves: Essays in honor of Patricia Meyer Spacks, editado por SWENSON, Rivka y LAUTERBACH, Elise, University of Delaware Press, Newark, 2009, pp. 209–234

41 Op. cit. LEWIS, Clive Staples, A note on Jane Austen, p. 370

42 Emma, 1816, Cap 5.

43 Carta de Cassandra Austen a Fanny Knight, 20-Jul-1817, en AUSTEN, Jane, Cartas, traducido por DÍAZ, Miguel, Depoca, Madrid, 2012, p. 643

44 LE FAYE, Deirdre, Jane Austen. A family record, Cambridge University Press, Cambridge, 2004, p. 257

45 Platón, La República, 401d-402a