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Número 6
FACULTAD DE DERECHO · UNIVERSIDAD PANAMERICANA · CAMPUS GUADALAJARA

Relativismo ético

 

 

SANTIAGO MARTÍNEZ SÁEZ.1

 


SUMARIO: I.
Introducción. II. Taxonomía del relativismo. III. En torno al relativismo moral. IV. Crítica conclusiva. V. Leyes injustas. VI. Derecho, moral y consenso social.

 

Resumen. Descripción general del vendaval que causó durante poco más de dos siglos –a partir del siglo XVIII- una doctrina filosófica iniciada con el escepticismo desde la era prehistórica, resucitada fugazmente en el Renacimiento con Michel de Montaigne y otros, para tener un sólido surgimiento con los empiristas insulares: Locke, Berkeley y Hume, que impusieron su corriente hasta encontrarla aun boyante, en la actualidad, con muchos adeptos entre filósofos de tres corrientes bioéticas no realistas en boga: la sociobiologista, la pragmático-utilitarista y la liberal radical.

 

Palabras claves: Doctrinas filosóficas, Doctrina sociobiologista, Doctrina pragmático-utilitarista y Doctrina liberal radical.

 

Abstract. The article offers a general description of the whirlwind sparked during slightly more than two centuries –as of the XVIII century- by a philosophical doctrine the began with the skepticism of the pre-Socratic era, briefly revived during the Enlightenment by Michel de Montaigne and others, to emerge solidly with the insular empiricists: Locke, Berkeley and Hume, who imposed their thinking to the point where it remains buoyant today, with numerous supporters among philosophers of three non realistic lines of thinking on bioethics that are currently in vogue: socio biologist, utilitarian pragmatic and radical liberal.

 

Keywords: Philosophical doctrines, Socio Biologist Doctrine, Utilitarian Pragmatic Doctrine and Radical Liberal Doctrine.



I ] Introducción

 

Por honestidad intelectual debo empezar por aclarar y precisar términos sobre los cuales circulan demasiados equívocos. Por relativismo se entiende una doctrina o sistema de pensamiento que profesa y defiende la relatividad del conocimiento. Por relatividad del conocimiento entendemos la impotencia de la inteligencia para alcanzar la verdad que sea por las razones o sin razones que se pretenda. Si se niega de todo conocimiento verdadero y cierto, se cae inevitablemente en una contradicción profunda e insalvable. Si nada es cierto todo es opinable, y se cae en el contrasentido de afirmar como verdad que el todo es opinable porque nada es cierto, con lo que hacemos inútil toda la afirmación, negación, o discusión. Esta postura lleva fácilmente al escepticismo (del griego skepticos: que examina) que niega a la razón la capacidad para tener o adquirir cualquier certeza.

El escepticismo no admite la existencia de verdades o valores absolutos, es decir, válidos para todos los seres humanos de todos los tiempos, regiones y culturas. El relativismo los admite, pero relativizados o condicionados al entorno socio-cultural, o sea válidos, solo en una determinada época histórica y circunstancia socio-cultural.2

Por relativismo se entiende una doctrina o sistema de pensamiento que profesa y defiende la relatividad del conocimiento.

 

II ] Taxonomía del relativismo

 

Como vemos, el relativismo es una postura o tendencia gnoseológica que rechaza toda verdad absoluta y defiende que la verdad o la validez del juicio en el que la verdad se expresa dependen de diversas circunstancias. Cuando esta manera de pensar se aplica a la ética necesariamente se hace depender del bien o el mal de dichas circunstancias. Si no existe una verdad absoluta tampoco se puede hablar de un bien –bondad- absoluto. Si toda verdad es relativa, igualmente lo será toda bondad. Estas circunstancias pueden ser variadísimas dando origen a los diversos tipos de relativismo; en ellas siempre se niega la validez objetiva y universal del conocimiento verdadero y cierto:

1. Relativismo individualista: el elemento condicionante de la verdad es el individuo o los individuos. Es verdad lo que yo pienso o lo que yo digo o me parece, o lo que creo, etc. Lo que es verdad para Pedro puede no serlo para Juan. Es la estructura mental de cada quien lo que determine la verdad. Es la conocida postura de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en que cuanto que son”3. Platón escribe: “como decía Protágoras al afirmar que el hombre es la medida de todas las cosas; así en consecuencia, como a mí me parece tales son para ti”4. De ahí se deduce la variedad infinita de verdades” ya que para uno se manifiestan unas cosas, y para otros otras diferentes”5. Como todo y todos cambiamos no se puede dar entre los hombres ninguna comunión cognoscitiva.

2. Relativismo antropológico: aquí el factor condicionante no es el individuo sino el hombre en cuanto especie: “el hombre, es decir, la naturaleza humana, es la medida de la existencia de las cosas” (Gomperz).

3. Relativismo cultural: sostiene que el factor condicionante de la verdad de juicio es la cultura histórica, sus defensores son históricos (O. Spencer, José Ortega y Gasset; etc.: el hombre no tiene naturaleza, tiene historia; Octavio Paz dirá: el mexicano no tiene naturaleza, tiene historia, etc.). La historia crea una cultura, cada cultura valora lo real distinto para cada una de ellas. Cada cultura tiene un alma que crea los valores sin que ninguna pueda pretender ser universalmente válida. Para Spencer todo el saber humano, incluido el matemático, es relativo.

4. Relativismo sociológico: en esta opinión el factor condicionante de la verdad del juicio es el grupo social. Es la postura de Émile Durkheim y de su escuela sociológica. El individuo recibe de la sociedad todo el sistema de creencias. Las cosas son malas porque están prohibidas pero no son prohibidas porque sean malas. Se considera a la sociedad no solo anterior sino superior al hombre, cosa notoriamente falsa.

5. Relativismo racista: la raza es el factor condicionante de la verdad del juicio. Es la postura del racismo y de su teórico Alfred Rosenberg. Todos conocemos la catástrofe que provocó. La filosofía, el arte, la cultura nacen de la raza. Hay una verdad aria, otra eslava, otra judía y su superioridad racista. “Sin comentario”.

6. Relativismo jurídico: también llamado iuspositivismo. Es el padre o la madre del positivismo jurídico cuya fórmula sintética es: ius est quod iussum est: El derecho es lo mandado.

El relativismo tiene multitud de variedades pero todas coinciden en cinco puntos básicos que podemos resumir en:

a. Anti naturalismo: negación del derecho natural, nada “meta-jurídico” puede afectar ni fundamentar el derecho (Kelsen). Lo justo es lo promulgado, lo establecido, lo mandado.

b. Anti universalismo: se rechaza que por encima del derecho positivo, que es nacional (mexicano, brasileño, etc.), pueda darse un derecho universal (internacional, de gentes, etc.).

c. Relativismo ético: el relativismo jurídico desprecia el influjo de la ética a la que niega por completo o envenena con su relativismo. Se cae así fácilmente en la amoralidad del derecho no porque se niegue a la existencia de la moral, sino porque al negar la ley moral natural se reduce aquella a un conjunto de principios subjetivos de comportamiento condicionados por factores humanos: opinión pública, psicológicos, económicos, que equivaldrían a introducir la incertidumbre en la legalidad, y que por ello se rechaza.

d. Menosprecio de la persona y sus derechos: al negar validez al derecho natural se reducen el derecho y su contenido, la justicia, a lo establecido por la ley positiva dictada por la autoridad política con el peligro de negar a la persona todo derecho que no sea concedido por la autoridad. Por este camino se puede confundir el derecho con la voluntad del gobernante. Recordemos la postura de Adolf Hitler: mi voluntad, ese ha de ser el credo de todos vosotros, es vuestra fe, o la más actual de Luis Echeverría Álvarez en su informe de 1975: invocar derechos supuestamente naturales o superiores al Estado, equivale a desafiar la soberanía del pueblo. Como vemos, es muy peligroso confundir o fundir la ley con la voluntad del soberano o del Congreso. Por este camino llegamos a la postura de Kleen: la norma jurídica está desprovista de todo sentido moral. De esta manera, la misma libertad pierde su sentido, puesto que se puede hacer todo lo que no esté prohibido por el derecho (ejemplo: eutanasia, drogas, aborto, etc.). Se pierde el criterio firme entre lo que se puede y no se puede hacer, entre lo que se debe y no se debe hacer. Imaginemos una revolución que deroga el Estado vigente e impone una nuevas medidas que serían las “buenas” porque son las actualmente establecidas.

En nuestros días el llamado despreciativamente absolutismo moral de la ley natural está siendo sustituido por el relativismo moral absoluto según el cual no hay verdades absolutas ni bien o mal que no sean relativos. La libertad queda en manos de quien detenta el poder. La misma tarea legislativa sería la de “convertir” los derechos personales, que el Estado debe proteger y reconocer, de acuerdo con lo que reconoce Helmut Coing: la dignidad humana precede al derecho positivo; como decía mi maestro Federico de Castro y Bravo: el derecho positivo se legitima por su armonía con el derecho natural. El Estado se convertiría en creador de los derechos cuando debe ser su garantizador y protector. Esta independencia del derecho y su divorcio de la moral está provocándola la actual amoralidad, más aun, criminalidad, de ciertos sistemas jurídicos. Es el fenómeno actual que se está designando como la politización de los jueces y la criminalidad de los políticos. Con la excusa de la secularización de una sociedad que se pretende madura y con el pretexto de promover la autosuficiencia de la sociedad civil, se proclama otra autoridad tan absoluta como ilegítima, la supremacía del Estado, árbitro de la religión, oráculo supremo de la doctrina y del derecho6.

e. Desprecio de la autoridad y de la ley: este relativismo jurídico-moral conduce al desprecio de la autoridad y de la ley establecida. Citaré solo al Papa Pío XII: Donde se rechaza la dependencia del derecho humano pierde su fuerza sin la cual el derecho no puede exigir a los ciudadanos, el reconocimiento debido ni los sacrificios necesarios6.



III ] Entorno al relativismo moral



Como era de esperar, el relativismo político-jurídico ha terminado por contaminar el concepto de la moral hasta el punto de que la moda más extendida, desgraciadamente, es una espantosa degradación moral que está provocando una especie de segundo diluvio: la corrupción actual.

Toda persona normal tiene una conciencia que le dice que es lo bueno y que es lo mano. Que el bien es preferible aun cuando los instintos más bajos no me dejen elegirlo y escoja el mal. Esto no es más que una manifestación de lo que llamamos ley natural, es decir, ley que Dios fija a través de la naturaleza y de la razón, por la que discernimos lo bueno y lo malo. Esta ley es universal: la reconocen los griegos y los romanos, y también los hindúes y los musulmanes. San Pablo se refiere a ella en la Epístola a los Romanos (2,4): a los gentiles: manifiestan que lo que la ley exige está escrito en sus corazones.

Los estoicos de Atenas de los siglos IV y V creían en ella expresada en la ley de la conciencia y del deber: el hombre bueno vive de acuerdo con la naturaleza, ley del universo personificada en la razón divina. En nuestros días, el llamado despreciativamente absolutismo moral de la ley natural está siendo sustituido por el relativismo moral absoluto según el cual no hay verdades absolutas ni bien o mal que sean absolutos, todo es relativo en nuestro comportamiento. Este relativismo moral es el pecado capital de nuestro tiempo y la fuente de todas o casi todas las desdichas: de las dictaduras totalitarias marxistas o nazistas, hemos llegado a las dictaduras democráticas de las mayorías parlamentarias actuales. Estamos llegando a una situación peligrosísima de anarquía moral cuyas consecuencias son difíciles de prever. Ya criticando el relativismo decía Ferrater Mora que: Todo relativismo brota de una actitud escéptica en el problema del conocimiento y de una actitud cínica en el problema moral. Y no anda muy equivocado: es difícil no encontrar detrás de todo relativismo una buena dosis de cinismo.

 

1. El origen del relativismo moral

 

Su origen está en el llamado principio de inmanencia que, comenzando con el giro antropológico de René Descartes (no importa el esse si no el gnosse, no importa conocer la naturaleza sino al revés: la naturaleza del conocimiento) terminará con el subjetivismo moral: Dios crea al mundo pero nosotros las condiciones de su conocimiento. Ya Martin Heidegger había señalado como en el fondo de la crisis de la civilización occidental se encuentra el progresivo oscurecimiento y alejamiento de la filosofía moderna del ser. Xavier Zubiri señalaba que todos nuestros problemas vienen de no saber estar en la realidad. A una filosofía sin ser, corresponde una ética plenamente funcional. Albert Camus ha visto bien el problema: Hasta las epistemologías más rigurosas suponen metafísica de una gran parte de los pensadores de la época consiste en no tener una epistemología. Si no hay ser no hay metafísica, si no hay metafísica ya no cabe una moral objetiva, heterónoma, estable. El derrumbe de la metafísica lleva consigo el de la moral tradicional. La moral subjetiva es una moral sin ser, sin fin, sin Dios.

Debilísima como toda moral que no tenga más fundamento que la propia subjetividad. Tan débil –criticara con razón Soren Kierkegaard- como débiles eran los azotes que a sí mismo se propinaba Sancho Panza… fuertes sólo en el árbol que los recibía. Si no existe la naturaleza, o se declare incognoscible, tampoco existe la ley natural. Si no existe la naturaleza no caben normas objetivas, universalmente válidas, puesto que la verdadera naturaleza del hombre es no tener naturaleza. (Albert Camus). ¿Dónde poner entonces el fundamento de la moral? En el yo, en la libertad, en la conciencia. Es lo que ha llamado Cornelio Fabro la: Emergencia del yo. El hombre se da a sí mismo su norma de conducta. El hombre no es, simplemente funciona: es la historización radical de la moral. Su consistencia es su funcionalidad.

 

 

2. La llamada Nueva Moral

 

Un veneno gravísimo amenaza la verdadera moral. Hasta ahora la moral era lo natural y lo antinatural era lo inmoral. Ir contra natura era lo inmoral. Pues bien, ahora se pretende divorciar la persona de la naturaleza. En ésta reina la necesidad y se la declara incognoscible (Kant). En cambio, la ética es la zona de la libertad: el yo-espíritu-libertad-persona es radicalmente autónomo del cuerpo-naturaleza.

Esto mueve a aseveraciones gravísimas como las de un moralista que afirma la siguiente barbaridad: la verdad moral es la que se basa en la conciencia religiosa, no la que se basa en los dictados de la naturaleza. O, como dice Marciano Vidal: la conciencia es una función de la persona y para la persona. La conciencia no es la voz de la naturaleza sino de la persona. El orden moral se tiene formalmente no en cuanto la persona se conforma a la naturaleza, sino en cuanto la naturaleza se personaliza en la persona. El paso siguiente es afirmar: la conciencia moral constituye la memoria creativa de los valores.

La mejor critica de la anterior afirmación la encontramos en la postura sanamente realista del fenomenólogo Antonio Millán Puelles: la libre afirmación de nuestro ser presupone la realidad de un ser que es nuestro, independientemente de lo que aceptemos o rechacemos en la forma de comportarnos. La realidad de nuestra naturaleza implica su prioridad respecto de todo cuanto en nosotros depende de nuestra subjetividad operativa. Una antropológica realista es ante todo la que en el yo humano reconoce una fundamental naturaleza, no solamente en calidad de algo que él no puede, en manera alguna, conferirse a sí mismo, sino también como la realidad que en él hace de fundamento de toda cuanto así mismo se confiere. Es la persona la que no se da sin naturaleza corpórea-espiritual. Una persona sin naturaleza no sería persona.

 

3. La llamada ética laica

 

El relativismo moral se traduce para los enemigos y negadores de una moral enraizada en principios y valores religiosos en la llamada actualmente ética laica o civil. Autores como Fernando Savater, Javier Otaola o José Antonio Marina, etc., sostienen una ética divorciada por completo de cualquier país. La religión es cuestión de sentimientos íntimos. Solo la ética laica es universal puede, en consecuencia, fundar la convivencia civil. En realidad, la ética laica ni es ética ni es tan laica como se pretende. Su incoherencia no tarda en ponerse de manifiesto.

Veámoslo: i) el pluralismo democrático prohíbe reconocer que la moral, católica, judía o musulmana etc.; inspire las leyes civiles para respetar a los no católicos, no judíos y no religiosos.- ii) Las normas civiles se deberán basar únicamente en la ética civil, terreno común a todas y a todas, única capaz de fundamentar una moral universal. La incoherencia radica en que optar por una ética laica (supongamos de momento que exista) es tomar postura por una parte. Opinión muy respetable, como lo es la contraria, pero que rompe el principio de neutralidad. Cada uno cree que su ética es la buena, la universal, y por eso la defiende.- iii) Los partidarios de una ética laica creen que su moral por el hecho de no ser religiosa deberá ser válida para todo. Ello llevaría a admitir que los hombres solo discrepamos por motivos religiosos, lo cual es olvidar la historia de la filosofía, de la cultura, de la política, etc. Autores como Javier Otaola piensan que: los sentimientos y creencias religiosas hacen en última instancia apelación puramente subjetiva. La religión está bien para andar por casa pero no es para andar por la calle. Debe reservarse al ámbito personal y familiar. Siendo cuestión de gustos y sentimientos, ¿cómo pretenden los creyentes imponer a los demás sus gustos personales? La respuesta es muy clara. La filosofía de la religión de Otaola, como la de Savater o Marina, no es la cristiana. No toda la moral católica viene de la Revelación sino que compartimos con otros muchos principios exclusivamente racionales. No necesitamos un mundo aparte para cumplir nuestros deberes religiosos o morales. Lo que no aceptamos es que se nos diga que la ética católica, por ejemplo: es legítima como opción personal pero no como norma civil ya que es una moral excluyente, dogmática, revelada y heterónoma, y por tanto incapaz de ser asumida y entendida por todos; en cambio la ética civil nos obliga a todos, ya que es autónoma, abierta y sometida a permanente discusión, o sea, dialogante y dialogada; para terminar no menos dogmáticamente, afirmando que: lo único universal es el valor de referencia general de lo laico. ¿Y por qué no de lo religioso? Recordemos que la moral católica proclama que no es una pretensión exclusiva que no deja lugar a otras ofertas morales: ni se opone a sistemas morales que nacen de la razón rectamente orientada. Recordemos que una buena parte de la ética de Aristóteles, Platón, Séneca, etc., pasó a la moral cristiana de los Padres de la Iglesia y de Santo Tomás. Decir que la ética laica no deriva de la fe deja el problema insoluble.

Pero ¿existe la ética laica? Yo creo que no. Lo que existen son muchas éticas, incluso incompatibles entre sí. Tan laica es la moral aristotélica, como la platónica, como la estoica. Tan laica es la moral kantiania como la ética de la situación existencialista. Si queremos ser razonables hay que pedir a sus sostenedores juego limpio, que se definan: son epicúreos o kantianos; de Humé o hedonistas, o positivistas como Schlick. La llamada ética laica está muy lejos de aclararse, se utiliza para dar carpetazo a la discusión: ¡que el aborto es un crimen abominable! ¡Que la fecundación in vitro es inmoral! ¡Que la clonación es un atentado a la dignidad de la persona! ¡Eso es lo que dice la Iglesia pero nuestro Estado es laico y aconfesional! Y no hay más que hablar… el truco, engaño o falacia está claro: nada obliga a que un Estado aconfesional legalice el aborto, como nadie es “laico” por justificar el aborto. Hay cristianas feministas que lo justifican, por ejemplo, y todos conocemos cientos de laicos que lo condenan, no por motivos religiosos sino sencillamente porque su conciencia les dice que es un crimen. Así de sencillo



IV ] Crítica conclusiva



Todo relativismo supone una contradicción intrínseca puesto que si sostengo que todo es relativo, que ningún juicio goza de la propiedad de ser verdadero en sentido absoluto, y que toda verdad es relativa, estoy proponiendo como absoluto precisamente lo que estoy negando: que exista algo que no sea relativo. Por lo demás, no es difícil probar que hay verdades absolutas: el triángulo tiene tres ángulos, el todo es mayor que la parte, tú eres una persona, etc.

No hay ordenamiento jurídico alguno que no responda a un modelo moral determinado. También la inmoralidad encierra un determinado “modelo” moral.

Lo inquietante no es la ciencia o la técnica en sí, sino la moral, o falta de moral, que tengan las personas que las utilizan.

La afirmación nadie debe imponer a otro sus propias convicciones oculta una realidad elemental: el derecho impone siempre exigencias contrarias a sus convicciones: la subida del precio del agua, las tarifas fiscales, a los pacifistas los gastos de defensa, a los judíos el descanso dominical, y a los católicos del descanso sabatino, etc.

Todos los ciudadanos de una sociedad pluralista son creyentes puesto que la incredulidad es también una creencia. Tan creyente es quien afirma la creación del mundo por Dios como el que cree en la eternidad de la materia. Quien cree en la fuerza del espíritu como en los horóscopos. Lo que o se vale es decir: Tú guárdate las tuyas porque están contaminadas por tu ateísmo o laicismo, etc. En fin, no estaba tan equivocado Gilbert K. Chersterton cuando afirmaba que no hay más que dos tipos de hombres: los que tienen dogmas y lo saben, y los que tienen dogmas y no lo saben.

En definitiva, lo inquietante no es la ciencia o la técnica en sí, sino la moral, o falta de moral, que tengan las personas que las utilizan.

Algunos ejemplos:

Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aun no nacida, incluso con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión “tiránica” respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal y, por supuesto, la personal, reacciona justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que muestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulos, hubieran estado legitimados por el consenso popular?

La ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales que pertenecen originariamente a la persona, y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grande, sin embargo, nuca puede aceptar legitimar, como derechos de los individuos –aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad-, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en el nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad.

De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ellos mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.

 



V ] Leyes injustas




En el caso, pues, de una ley intrínsecamente injusta, como es la ley que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto.

Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras naciones –particularmente aquellas que han tenido la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas- van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no es posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien, se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.

 

1. Objeción de conciencia

 

La posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinario, económico y profesional 7.

 

2. Rechazo a la ejecución de Jacobs



L´Osservatore Romano, órgano oficioso de la Santa Sede, publicó el 4 de enero de 1995 un enérgico editorial calificando de increíble, monstruosa y absurda la ejecución de Jesse Dewayne Jacobs en Texas.

En 1987, Jesse Dewayne Jacobs se había confesado culpable del secuestro y asesinato de una mujer, y fue condenado a muerte por ello. Sin embargo, en otro juicio posterior, se demostró que la verdadera autora del asesinato había sido su hermana; Jesse se inculpó para protegerla. La acusada fue condenada entonces a diez años de cárcel.

Pese a esclarecerse la verdad del asesinato, la sorpresa vino luego cuando el Estado de Texas se negó a cambiar la sentencia de muerte contra Jesse, argumentando que el primer juicio había sido formalmente correcto. La sentencia fue recurrida ante el Tribunal Supremo pero, a pesar de la evidencia del caso, la mayoría de los magistrados –seis contra tres- votaron a favor de la sentencia. Pocas horas después una inyección letal terminaba con la vida de Jesse.

El editorial de L´Osservatore compara la decisión del Tribunal Supremos norteamericano con la de Poncio Pilato, que también se lavó las manos y no quiso impedir la condena injusta de Jesucristo. El hecho pone de manifestó lo injusto que puede resultar, a veces, la manera de aplicación de unos mecanismos jurídicos desconectados de los principios morales, hasta el punto de consentir la ejecución de una persona por un crimen que, se sabe, no cometió.

 

VI ] Derecho, moral y consenso social

 

Un articulista refiere las conclusiones de un congreso de profesores europeos sobre el tema que recoge el título de este trabajo, y comenta las conclusiones obtenidas, algunas de ellas muy interesantes, en torno de la “neutralidad” moral del ordenamiento jurídico.

Mientras españoles e italianos asimilaban las últimas escaramuzas electorales de principios del verano, un nutrido grupo de profesores europeos, de especialidad y confesión religiosa diversa, se reunían junto al lago de Gazzada para contrastar experiencias y opiniones sobre: Derecho, moral y consenso social. Cuatro sesiones permitieron pasar revista a la situación en diversos ámbitos: italiano, francés, germano y español.

Las experiencias no siempre son idénticas, aunque ofrecen más fácil dominador común que los planteamientos teóricos. Pero, por muchas que fueran las discrepancias, dos puntos de confluencia invitan a una reflexión sobre la situación en variados países.

La primera coincidencia resalta que no hay ordenamiento jurídico alguno que no responda a un modelo moral determinado. Desde una perspectiva teórica, al margen incluso de las lógicas exigencias del pluralismo político, también la inmoralidad encierra un determinado modelo “moral”. Por elemental que esto resulte no viene mal recordarlo porque abundan los que parecen empeñados de defender y llevar a la práctica un círculo cuadrado: el derecho sin moral. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional. Tal planteamiento, que suele presumir de ilustrado en lo teórico, no puede evitar en la práctica consecuencias despóticas.

El pluralismo moral desaparece porque se disimula que son opciones morales contrapuestas las que están en juego. Para ello se reviste con ropaje de religiosidad a la opción moral discrepante, con lo que –por mayoritaria que pueda ser- es fácil descalificar, como legítima injerencia eclesiástica, cualquier intento de reflejarla en el ordenamiento jurídico. Por el contrario, la opción moral presuntamente ilustrada renuncia a presentarse como tal, disfrazándose de exigencia de neutralidad.

Como ya se dijo la afirmación, habitual entre nosotros, nadie debe de imponer a otro sus propias convicciones, oculta una realidad elemental: el derecho acaba siempre imponiendo a buena parte de los ciudadanos exigencias contrarias a sus convicciones morales: a los pacifistas, gastos de defensa; a los judíos, vacación dominical… El respeto al pluralismo democrático llevara a cuidar que la concepción moral recogida por el ordenamiento jurídico sea la que sintonice con la mayor población, y a reducir al máximo (cuando sean posibles formas excepcionales, como la objeción de conciencia) su impacto sobre las minorías. Lo que, por el contrario, supone un atentado al pluralismo es afirmar que, dado que la mayoría no puede imponer sus condiciones morales (descalificados por su contaminación religiosa), la minoría podrá imponer las contrarias que (por no ser religiosas) serían moralmente neutras.

Este mismo fenómeno, que distorsiona el juego derecho-moral se pone de relieve al confrontarlo con una segunda coincidencia elemental: el consenso social excluye la marginación de cualquier categoría de ciudadanos. Este rechazo de cualquier discriminación (por razón de sexo, raza, religión…) está recogido de manera explícita en muchas constituciones, pero se ve radicalmente negado en la práctica por actitudes (nada infrecuentes) como las que venimos comentando.

Defender reformas legales, o despenalizaciones, con la intención de neutralizar moralmente el ordenamiento jurídico, lleva –como hemos visto- a la cristalización jurídica de una concepción moral minoritaria. Pero si, además, lo que permite considerar una opción como neutral es su divergencia con determinadas opciones religiosas, se está incurriendo en una flagrante discriminación que impide todo consenso democrático.

La afirmación todo ordenamiento jurídico encierra siempre un modelo moral (más o menos coherente, eso es otro asunto), encuentra como complemento esta otra: todos los ciudadanos de una sociedad pluralista son creyentes; como consecuencia, resultaría discriminatorio obligar de salida a unos a poner entre paréntesis sus convicciones, permitiendo a otros dar rienda suelta a las suyas.

Tan creyente es quien reconoce un Dios creador como quien considera indiscutible la eternidad de la materia. Tan creyente es quien acepta un magisterio confesional, capaz de establecer pautas de conducta lícita o ilícita, como quien suscribe los dictados de un partido, que interpreta de un día a otro cuando han surgido exigencias sociales que hacen inaplazable una reforma legal. Aún más crédulos son los que se auto convencen de que sus pautas de conducta son ajenas a cualquier magisterio o disciplina, como si vivieran en una isla desierta: creer en uno mismo es un tipo de fe bastante extendido, porque (a diferencia de los credos conscientes) facilita la inconsciencia, dando por resueltas cuestiones básicas que ni siquiera han llegado a plantearse.

El laicismo, que intenta obligar a un grupo de ciudadanos (mayoritario incluso) a confinar sus convicciones en el reducido ámbito de las ceremonias familiares, evitando que puedan contaminar la vida pública, es el último modelo de esas guerras de religión, cuya eliminación ha condicionado históricamente todo real consenso democrático. Pero si es lamentable que se pretenda imponer hoy entre nosotros modelos superados de la Europa decimonónica, más absurdo sería autoimponérselos, llevados de un patológico complejo de inferioridad o culpabilidad.
El reconocimiento de este doble postulado –no hay derecho sin moral, ni consenso compatible con la discriminación- lleva hoy en Europa a ensayar nuevas fórmulas que den cuenta del pluralismo social. Proliferan los
comités de ética que, al margen de mayorías parlamentarias, reflejan la pluralidad de opciones morales con presencia social. No pocos de tales comités han sido creados por los mismos gobiernos, llevados en su afán por hacer real la democracia. Aquí, mientras, aún hay quien se empeña en que apelar a convicciones morales es un ataque a la tolerancia, y en considerar como creyentes merecedores de cuarentena a todos los que suscriben un credo distinto de su personal fe. Para colmo, no falta tampoco quien acepte con fervor la buena nueva de que todo es igualmente opinable. A este paso, lo del consenso en la práctica, va para largo.

 

Otro ejemplo práctico de la vida



Nuestra sociedad está enferma del me parece bien. No hay certezas, solo opiniones. Si estamos seguros, seguros, estamos equivocados, equivocados. Es bueno lo que me parece bien y malo lo que no me parece malo. El “yo” y el “me” son los nuevos baluartes de la ética. Si afirmas algo con la seguridad de estar en lo cierto, seguro que te califican de dogmático, intolerante e insufrible, incapaz de convivir con civilizados. Esto, técnicamente, es lo que se llama relativismo ético, sistema que consiste en aplicar a la verdad aquello de que: nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mire.

Es decir, en este mundo no hay certeza, ni verdades, sino opiniones, las tuyas y las mías y las del otro. Si te parece, bien, y si no, también. Con este criterio –o mejor dicho, falta total de criterio- nuestros legisladores se conciertan para dar legalidad a la ilegitimidad, por mayoría generalmente relativa, de barbaridades como el divorcio y asesinatos como el aborto, la eutanasia la manipulación de embriones congelados, “matrimonios homosexuales” donde, en definitiva, por cuidado y elegante que sea el lenguaje (a veces ni eso siquiera) las mayorías dictadoras tiranizan a las débiles minorías: viva el pluralismo político, y arriba y adelante el relativismo ético. La experiencia más elemental me enseña que hay certezas metafísicas: el todo es mayor que la parte. Hay certezas físicas: es de día. Hay certezas antropológicas: soy hombre. Hay certezas morales: mentir es malo. Afirmar la verdad, la certeza, etc., que la duda no es ignorancia, y la opinión no es, todavía, certeza, no es intolerancia. Es estar bien de la cabeza.

La afirmación, habitual entre nosotros nadie debe imponer a otros sus propias convicciones, culta una realidad elemental: el derecho acaba siempre imponiendo a buena parte de los ciudadanos exigencias contrarias a sus convicciones morales.

El relativismo es, entonces, la consecuencia -versión moral- del liberalismo filosófico.



Fecha de recepción: 8 de abril de 2016

Fecha de aprobación: 25 de abril de 2016



 

1 Cofundador de la Universidad Panamericana, Campus Guadalajara. Catedrático de las materias de  Ética, Persona y Sociedad y Antropología Teológica y Bioética en la Universidad Panamericana.

2 GUERRA, Manuel, Historia de las religiones, Madrid: BAC, 1999.

3 SEXTO EMPÍRICO, Hipótesis Pirrónicas, I, 216.

4 PLATÓN, Crátilo, 385, trad. De Mársico C. Buenos Aires: Losada, 2005.

5 PLATÓN, Tecteto, 116d, trad. De M. Boeri. Buenos Aires: Losada, 2006.

6 Pío X, Aloución 13-IX-1909, AAS 1, 1909.

7 Summi Pontificatus, 20-X-1939, AAS 31, 1939. Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae, 1995.